Cuando la economía se complica no tarda en escucharse la voz de los empresarios diciendo que el Estado tendría que intervenir. Creer que no lo hace, o que en algún instante dejó de montárselo con ellos, es una falacia. Ocurre, simplemente, que no conviene dar publicidad al asunto. Queda feo hablar del libre mercado y comprender que sin la mediación, garantía, apoyo, colaboración y subvención directa del Estado, los negocios hace tiempo ya que estarían pasando las de Caín. El dinero que se gastan en proteger a las empresas nacionales frente a las extranjeras, lo mismo en el terreno agrícola que en el industrial, no es ninguna tontería. A este sistema se le denomina proteccionismo y suele ser la piedra de toque de los países del tercer mundo cuando se quejan de la barrera de amianto que deben romper para competir en desigualdad de condiciones con los productos occidentales. Si el capital que se destina a favorecer todos estos negocios se dedicase al arte, nuestra península tendría hoy un tejido cultural fabuloso. En cambio, las cuatro perras que reciben los artistas siempre son la excusa del derroche que hace el Estado con los impuestos de la ciudadanía y evita así que se generen nuevos medios de producción en favor de los de siempre. La construcción monda y lironda, la burbuja inmobiliaria o el chanchullo del ladrillo, es el negocio por antonomasia de este país y ahora que está en quiebra técnica la especulación de los pisos salen los jefes a la palestra para pedir socorro. Pedro Solbes, el ministro de economía, intentó a primeros de año echar un capote a Martinsa Fadesa, el buque insignia de las constructoras españolas. Nadie sabe hasta qué punto el ministro encontró alguna fórmula no demasiado descarada de resolver la futura insolvencia de los accionistas del emporio del cemento peninsular, pero a resultas de sus conversaciones no se llegó a ningún acuerdo por lo que hoy estamos viendo el crack televisado y sin ningún viso de solución. Preguntado el ministro sobre la posibilidad de intervención, afirmó que hay que estar a las duras y a las maduras y que cada palo debe aguantar su propia vela. ¿Era eso lo que creía cuando entabló conversaciones con Fernando Martín, el presidente de dicho consorcio? Recordemos que en la primera época de Felipe González, Miguel Boyer, por entonces ministro de economía, expropió de un plumazo al esperpéntico Ruiz-Mateos la ya mítica Rumasa antes de que se viniera abajo en caída libre. De llegar a un acuerdo, ¿se habría optado por una medida similar? Es muy probable, a tenor de las últimas declaraciones del propio gobierno, que las conversaciones entre Martinsa Fadesa y el Ministerio de Economía sólo fuesen protocolarias. En estos días veraniegos, el dinero y las propiedades están cambiando de manos rápidamente. Los solares bajan de precio y las entidades financieras, principales acreedoras de las grandes empresas constructoras, acabarán cobrando la deuda en pisos y trozos de tierra. En este impresionante monopoly de intereses, los bancos y el Estado juegan el papel de intermediarios. Ambos necesitan liquidez, dinero contante y sonante. ¿Quienes son los compradores a precio de saldo? ¿Quién tiene suficiente capital como para invertir en épocas de vacas flacas? No tardaremos demasiado en saberlo, pero lo evidente es que el mercado del suelo sigue cayendo y que la construcción se ha paralizado completamente. El parón es la antesala de un largo periodo de quiebras que sólo acaba de comenzar, y los tiburones aguardan el punto de inflexión para adquirir terrenos e inmuebles por cuatro perras. En esta dura transición económica, donde las nuevas riquezas emergerán dentro de unos años, el Estado va a encargarse de mantener la industria del ladrillo adquiriendo suelo a bajo precio y por ahora se niega a intervenir más allá de esta fórmula. Se trata de una cataplasma, desde luego, pero no es desinteresada. A la sombra del poder, desde la caída del régimen franquista, se han ido generando muchas fortunas personales. El tráfico de información privilegiada y la corrupción permitieron a unos cuantos especuladores forrarse el riñón en circunstancias menos apasionantes. Ahora la realidad es más opaca, así que el beneficio de cualquier movimiento es mayor. La pregunta es: ¿quién se benefeciará con la insolvencia de las grandes constructoras? |