Este verano, informativamente hablando, está resultando inusual. Saltan como truchas las noticias de primera plana y no son moco de pavo. El berenjenal en el que se están metiendo los conservadores —gracias a su estrategia de emponzoñar todavía más la política— mediante el peliagudo asunto de las escuchas telefónicas y la persecución policial, puede acabar como el rosario de la aurora.
Lo que para un partido abertzale tal vez pudiera ser rentable, en boca de los dirigentes constitucionales suena a pamplina y sin embargo continúan forzando la maquinaria en pleno agosto esperando que salten los piñones por cualquier parte. Cuando un grupo político tan señorito y comodón se ve abocado a ejercer el friquismo hay que entender que se van de la olla totalmente o que la corrupción les llega hasta el cuello.
Si de verdad les han pinchado los teléfonos —bajo orden judicial— se avecina un invierno plagado de sumarios abiertos, interrogatorios y juicios, así que no tienen nada que perder por una razón muy sencilla: se van a hundir en el lodo. Si por una «extraña casualidad» fuera cierto que alguien ajeno a la judicatura les está espiando, todavía lo pintan peor. Dicta la cordura que tendrían que establer otros cauces para desenmarañar la madeja porque, aparte de evidenciar que su seguridad privada es una miserable carroña, levantan una formidable polvareda que sólo augura la ya clásica e insufrible «crispación institucional».
En la época de la información hay que saber defenderse del espionaje, sobre todo cuando tienes algo que ocultar, y los conservadores han demostrado a sangre y fuego que eran capaces de espiarse entre ellos, como consta en los lamentables episodios vividos entre Esperanza Aguirre y Ruíz Gallardón para mutuamente quitarse de enmedio o hacerse con la jefatura del PP. No son casos únicos. Recuerdo las alegres movidas en la Diputación General de Aragón, en la temporada presidencial de 1993 a 1995 y cuando reinaba el ínclito socialista don José Marco, y aparte de estar pinchados los teléfonos había cámaras incluso en los ascensores. Qué tiempos aquellos, ¿verdad?
Desde entonces ha avanzado mucho el espionaje. No sólo hay bolígrafos que incorporan cámaras en miniatura es que cualquier ordenador está conectado a la línea telefónica y resulta un arsenal de información. Hemos visto a directores de periódicos mantener inquietantes relaciones sexuales de baja estofa y a directores generales de la guardia civil en gayumbos. Tendríamos que estar curados de espanto. En cambio, tras los atentados de Atocha y su posterior derrota electoral, la nula credibilidad de los jefes del PP en materia conspirativa está demostrada, así que nos dejan pocos resquicios para creer en fantasmas.
Su última aventura, la que nos presentan ahora en forma de culebrón veraniego, sugiere que existe una «mano negra» del Centro Nacional de Inteligencia y de la Policía Judicial justo detrás de sus cogotes haciéndoles la vida imposible, por lo que no les queda más remedio que denunciar públicamente estas conductas ilegales.
Si no remite la marea, aguantaremos el chaparrón hasta las próximas elecciones. Menos mal que don Mariano ha salido a la palestra para decir que apoya a la señora Cospedal en sus declaraciones, aunque no las haya escuchado. La señora Cospedal es su mano derecha en el partido y don Mariano, sin embargo, no la oye. Esta sordera no le impide apreciar la alarma social que genera el proceso inquisitorial que los socialistas han emprendido, por eso pide la comparecencia urgente en el Congreso del ministro del interior, de la vicepresidenta del Gobierno y del fiscal general del Estado. Y es que le duele en el alma que su mejor gente aparezca en los telediarios con las manos esposadas a la espalda. No le parece justo que «en una democracia moderna», los miembros más importantes de la clase política sean tratados como vulgares delincuentes. Se merecen un respeto, pero no alcanzo todavía a saber de quién ni el porqué. |