Lo más hipócrita del sistema democrático es que vivimos en permanente campaña electoral. Por duro que resulte, los dos pistoletazos en Francia confirman que la poltrona monclovita se subastará - como siempre - bajo el mismo telón de fondo manchado en sangre. Causa hartura entre la población escuchar todos los días la banda sonora de un discurso acabado, cansino hasta lo sofocante. Ya no hablo de los etarras. No espero nada de quien vive de apretar el gatillo. Pero es triste darse cuenta de que no cabe nada nuevo que esperar tampoco de los políticos, que viven de darle a la lengua. Hasta tal punto la condena de la violencia se ha protocolizado que es el monarca el que acude a colgar las medallas en el féretro del último guardia civil. Los crímenes alcanzan así el rango de máxima cuestión estatal. Es tan mórbido como fantástico el problema vasco, que no se recurre ya a la salvajada de una masacre. Con el polvorín en el coche y camino de provocarla se aprovecha cualquier encuentro repentino para elevar la cuenta de las víctimas. Es tan polivalente y logra estirarse de tal modo el problema vasco que un tiroteo al otro lado de los Pirineos copa otra vez toda la atención informativa. Es como si se estuviera esperando. Sin atentados, se habla de ETA. Con atentados provocados por otros, también se habla de ETA. Con atentados de ETA, desayunamos, comemos y cenamos ETA todos los días. Salta a la vista que por este camino no se va a ninguna parte. No podemos hacer del problema vasco un problema de salud mental. Hoy son más importantes las mafias rusas o colombianas, el tráfico de drogas, la trata de blancas, que las bandas que se dedican a explotar el independentismo en beneficio propio. En cualquier caso Euskadi no es Bagdad. El interés constante por subrayar el conflicto requiere mucho esfuerzo, esfuerzo que podría emplearse en resolver otros de mayor importancia social. He vivido el final de la dictadura de Franco, la transición monárquica de Suárez, el intento de golpe de Estado, el gobierno de González, el de Aznar y ahora el de Zapatero, y no recuerdo un solo mes que no estuviera sobre la mesa - o bajo ella - el omnipresente problema vasco. Verter una gota más de sangre o de tinta en este asunto es un despilfarro, tanto de vidas como de palabras. Parece que estemos condenados hasta el agotamiento de los sinónimos. Que nuestra manera de ser venga teñida de fábrica con el problema vasco, generación tras generación. Es un estigma que no se merece nadie y que sin embargo nunca se agota. Hay personas que se dedican ya de manera profesional a resolver este laberinto desde hace años y no dan con la solución o no encuentran la vacuna. Empiezo a sospechar que en el fondo no le interesa a ninguno de ellos terminar con el entuerto. Será el destino, que lo llevamos marcado en la mano todos los que vivimos a este lado de Europa. |