Cuéntame otro cuento
lunes 14 de noviembre de 2011
Sergio Plou
Artículos 2011

   Una prueba de que el sistema se hunde a cámara lenta fue el intento fallido de entregar la soberanía popular a sus legítimos dueños. Aunque fuera de manera puntual y en forma de referendum, aunque se hiciese con el propósito de lavarse las manos, el resultado fue tan burdo que se manifestó como un vulgar truco. En Islandia, la recuperación del derecho a decidir se impuso a la elite financiera desde las revueltas populares pero en Grecia surgió en las cúpulas de repente como un fenómeno virtual, el último regalo envenenado de su primer ministro. El sujeto en cuestión no dudó en reprimir las mil y una protestas que se producían en la plaza del Sintagma y sin embargo, cuando no le quedaron herramientas, optó por la lógica, la que tendría que haber empleado desde un principio: sugerir que el pueblo decida. Ni siquiera llegó su propuesta al rango de amenaza, más bien parecía un gesto, una excusa, una señal.

  Un político de casta como Papandreu, cuyo padre y abuelo también tocaron poder, antes de soltar las riendas suele deleitar al populacho con alguna prestidigitación. Utilizar el descontento de la gente para negociar salidas fue un recurso tan facilón que los bancos de Francia y de Alemania ya tenían sus peones en el parlamento y en el propio gobierno, evitando así que Grecia siguiera el camino de Islandia. En Italia está siendo aún más sencillo que en Irlanda o Portugal. El mero hecho de quitarse de encima al trilero gaznápiro de Berlusconi levanta el ánimo a cualquiera, así que la imposición de un gobierno de tecnócratas en el Quirinal apenas ofrece resistencia. En cambio, no pagar las deudas, dejar que quiebren los bancos y rescatar a la ciudadanía de semejante impacto sería un suceso tan traumático para las grandes fortunas que los políticos europeos y norteamericanos —simples mayordomos de las corporaciones— no están dispuestos a consentirlo. A la mayoría de la población le conviene empobrecerse como islandeses en vez de arruinarse como griegos, pero los inversores no están dispuestos a perder su dinero y todo el sistema colabora con los que tienen la sartén por el mango.

   Los analistas, como si hubieran nacido en Marte, obviaron este dilema limitándose a pelear en las tertulias sobre la conveniencia o no de que la población obtenga el privilegio de rechazar medidas que no entiende. A los que hablan por el micrófono les gusta cantar las excelencias de esta agonizante democracia «representativa» que gozamos, disfrutan sirviendo de ejemplo aunque sus palabras no compren otra cosa que tiempo para retrasar el colapso. Resulta patético escucharles, pero un gran número de personas todavía siguen el espectáculo como si no fuera con ellos. Gracias a esta credulidad se mantiene viva la mentira y la maquinaria se retroalimenta constantemente. El penúltimo episodio de este culebrón —en versión hispana— se retransmitió hace una semana en directo por las pantallas. Quienes asistieron al suplicio pudieron aburrirse con dos personajes anodinos que aparentaban discutir sobre ridículos matices en televisión. Defendiendo los intereses de sendos partidos mayoritarios y guiados por profesionales de la publicidad organizaron un guiñol de medio millón de euros ante las cámaras. Se trataba de elegir entre actores secundarios cuál de ellos sería el más indicado para timarnos durante los próximos cuatro años, pero detrás de ambos sólo encontraron los espectadores diferencias estéticas o simples bagatelas. No me extraña que muchos de los encuestados eligieran al presentador de aquella mascarada como el fulano más creíble, cuando la parodia entra en la chanza se despierta el sentido del humor.

  A estas alturas de la crisis, todos sabemos que la clase política y la financiera pertenecen a la misma casta. Somos conscientes de que el sistema se desmorona, no sólo en Europa sino en todo el planeta, el problema es que no existe recambio ni esperanza de que pueda crearse algo nuevo y diferente sobre las ruinas del capitalismo sin que los jefes monten un pandemonium devastador. La industria militar y sus respectivas corporaciones intentan construir un enemigo en el Magreb, pero el desmoronamiento económico de occidente camina a marchas forzadas, de modo que la salida más dura —la que ha empleado la casta dominante desde la primera guerra mundial para sortear sus crisis— cada día que trascurre les parece más acuciante. Su mirada apunta a Israel, dispuesta a bombardear Irán mientras continúa colonizando Palestina. No es un cuadro esperanzador, pero es el que pintan los amos y conviene tenerlo en cuenta a la hora de votar. A la hora de comprar. Incluso a la hora de soñar. La democracia, tal y como nos la están vendiendo, es un espejismo. Tarde o temprano no quedará otro remedio que levantarnos del sofá. Ellos lo saben y nosotros también, sólo es cuestión de tiempo y oxidación.

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