Se está tratando el asesinato de las mujeres como si fuese una cuestión atmosférica. En los tabloides —y también en los muermoides, léase radio y televisión— locutores muy engolados nos informan de que parece estar remitiendo el lamentable fenómeno de la violencia «doméstica». Del mismo modo que se alejan las borrascas o se aproximan los anticiclones, mueren mujeres a manos de sus padres, novios, hijos, maridos o amantes, incluso sus abuelos y los sujetos más desconocidos se dedican al exterminio en sus ratos de ocio. El sexo femenino se vaporiza en nuestras narices de una manera cuantificable y estadística. La forma en que desaparece, sin embargo, depende siempre de una elección masculina.
Aunque lo parezca no escribo con frivolidad. Cuando se han tomado las medidas y no se sabe ya qué hacer con un problema, la sociedad se limita a llevar las cuentas y hacer tablas comparativas. Si algo demuestran los gráficos y los diagramas es nuestra impotencia a la hora de transformar la realidad. El mes pasado, por lo visto, hubo menos crímenes de carácter machista y el ministro del interior acaba de soltar por su boca que no nos hagamos ilusiones porque en agosto —tradicionalmente— se disparan las encuestas.
Todos somos conscientes de que el calor y la falta de sueño altera a los berracos, así que mantengamos las distancias y no nos pongamos a tiro. Durante la luna llena de agosto, especialmente la que sufrimos estos días, se producen tensiones de toda laya y los machos de la manada reciben tal dosis de testosterona que no aguantan el peso del honor y la vergüenza, les hierven los sesos y se multiplican las posibilididades de cualquier suceso truculento. Nadie duda que el clima afecta a las conductas, pero no es un eximente.
La violencia, ya sea doméstica o salvaje, suena ridícula al ser adjetivada. El asesinato de alguien, al calificarse de una forma tan ridícula, da la triste impresión de convertir un crimen en el sacrificio de una entrañable criada. Tampoco nos equivoquemos, el mero hecho de buscar un nombre más adecuado —desde terrorismo de género a simple carnicería, pasando por la violencia gratuita o la misoginia delictiva— no conseguirá de por sí que los comportamientos más aberrantes de la masculinidad desaparezcan del subconsciente colectivo. Ayer mismo, como nos tienen acostumbrados en la América profunda, un sujeto entró en un gimnasio de Pittsburgh, en el estado de Pensilvania, apagó las luces, acribilló a la concurrencia y acto seguido, tal y como dicta la costumbre, se voló la mollera. Los medios de comunicación reflejan a estas horas que se desconocen las causas, pero algunas de ellas saltarían a la vista de un tuerto. El gimansio en realidad es una sala de fitness y cuando el asesino entró en las instalaciones se desarrollaba una clase de bailes de salón, a la que asistían una treintena de mujeres. Diez de las cuales, no es más que un dato, están el hospital más próximo y una de ellas, por lo visto, podría ser la exnovia del criminal. Así que todavía se desconocen las causas.
La violencia de género ha dado lugar a la violencia de número y a fuerza de ir contando cadáveres estamos perdiendo la sensibilidad. A no ser que nos afecte en nuestras propias carnes, nada nos horroriza. Veámoslo de otro modo, a ver si concebimos el problema en toda su dimensión. Según la última encuesta, y me refiero a la que está más fresca —porque no hay jornada que se precie sin cálculos ni pesquisas—, los españoles dedican el 26% de su tiempo de ocio a ver la tele y el 20% a navegar por internet. Sabemos que un 16% lo dedica a escuchar música e incluso que existe un 13% que todavía lee, aunque no sepamos el qué. Un 10% oye la radio, el 7% se sumerge en los videojuegos y el 6% se pega el día enganchado al teléfono. Haciendo una simple suma llegamos hasta el 88%, ¿qué ocurre con el 12% restante? La frialdad de los numeros nos ayuda a olvidar, por eso resulta incomprensible que ninguna encuesta ofrezca el porcentaje de hombres que dedican su tiempo libre a planificar el asesinato de personas de distinto género. Nos enteramos antes de que la alcaldesa de Cádiz ha prohibido el nudismo en «sus» playas o de que el cura de la aldea de Padaños, allá en Covelo —provincia de Pontevedra— acaba de dar un buen pelotazo vendiendo la casa rectoral.
El ocio, en tiempos de paro, parece un lujo criminal pero no hay de qué preocuparse. Las últimas encuestas han detectado también que repunta el empleo y que, según datos del Instituto Nacional de Estadística, parece «haberse moderado ligeramente el ritmo de crecimiento de las quiebras y de los insolventes» (sic). Los pronósticos se han vuelto tan importantes en nuestra vida cotidiana que una buena presentación nos animará siempre a ver el vaso medio lleno. A ser positivos, en lugar de favorecer un mínimo de conciencia crítica. A este paso llegará un día en que recibiremos en el móvil no sólo el porcentaje de gramíneas en suspensión, sino también la posibilidad que tenemos de echar un polvo, de conseguir un trabajo o de que nos maten. Lo mismo hace calor y me asesinan, que tengo asma y me declaro en quiebra. La confusión entre los horóscopos y las encuestas suaviza los datos de tal manera que parecen fruto de la meteorología. Simples fenómenos atmosféricos, contra los que nada puede hacerse. |