Nadie llega al mundo con un pan bajo el brazo, ni siquiera con un manual de instrucciones, por eso la vida es tan compleja y al mismo tiempo tan atractiva. Si la realidad fuera sólo de carácter industrial, o sea, basada en vender y comprar, desde luego todo sería más simple pero más aburrido. Existe, sin embargo, una terca y marcada propensión no sólo a etiquetar cualquier producto sino a ofrecer un anexo explicativo del acceso, virtudes e incluso efectos secundarios de cualquier mercancía. Lo mismo da un limón que una pomada. No me extraña que se vendan camisetas con la palabra frágil escrita en la pechera o calzones con la leyenda que sugiere al benefactor un «uso tópico» del contenido.
En plena época de permanentes rebajas, igual que acudimos al súper y pillamos cuarto y mitad de tajo bajo, podríamos pedir también en la botica que nos envolviesen la misma cantidad pero en emociones concretas. «Déme un kilo de asco y cinco dos centilitros de alegría», por ejemplo. Si llevamos la debida receta es muy posible que le recorten el código de barras a unas cajitas de cartón y que tan rícamente nos llevemos varios sentimientos a domicilio. Aunque sean frustrantes y tengan aspecto de timo. El timo suele venir en forma de comprimidos que, una vez en el bolsillo, no irán partiéndose de la risa por el camino ni tampoco soltando pestes, porque la prescripción facultativa sólo garantiza la felicidad o el hastío que nos faltan mediante la correcta ingestión de unas pastillas. Nada más. Y a veces ni siquiero eso. Aunque los resúmenes que acompañan al medicamento no sugieran otra cosa que tirar el compuesto a la basura, las empresas farmaceúticas están empeñadas en que comprar un pernil o unas chocolatinas sea lo mismo que intercambiar dinero por pirulos. Los fabricantes, para curarse en salud, vaticinan tal número de desastres —desde una ceguera a la epilepsia, pasando por una embolia y hasta caer de rodillas en un coma profundo— que desde luego no animan lo más mínimo a pasar las grageas por el gaznate. Pero vamos, tampoco es el único mal que aqueja al sistema capitalista.
Si para hacer frente a esa bendición divina llamada apagón analógico, hemos decidido caer en la trampa de comprar un receptor de TDT, en seguida comprenderemos que es peor leer el manual de instrucciones que acompaña a dicho artículo que olvidarnos completamente de que existe un prospecto. Primero, porque en los papelotes emplean un código expresivo que, salvo iniciados en la materia, les sonará a chino. Y segundo, porque en realidad está escrito en chino y la traducción es tan automática que ni un robot de google podría explicarse peor. Así que ingénieselas como buenamente alcance, al fin y al cabo es lo que tendrá que hacer si quiere amortizar el gasto.
Tal vez sea usted de los que se compran unas sandalias y necesita que le digan que se las ponga en los pies, nunca en los codos o en las orejas. Tal vez piense que nadie nace aprendido y que es menester hojear el epítome, el enquiridión, el prontuario o el vademécum correspondiente para hacerse un cróquis. Al problema del entendimiento, los coeficientes intelectuales, la timidez o la inseguridad, incluso la baja autoestima, se añade la absurda existencia de un gremio, de lo más prolijo y decadente, que se gana la vida creando panfletos comerciales. Este conjunto tan disjunto de individuos, lejos de haber recibido una orden internacional de busca y captura, campa a sus anchas por todo el planeta. Tengo la triste impresión de que comenzaron su singladura escribiendo prólogos para los libros, a veces incluso mayores en longitud que los textos que precedían, y han terminado explicando el funcionamiento de un ventilador, una olla a presión y hasta una simple bombilla. El asunto se les ha ido de tal manera de las manos que sus comentarios y disquisiciones no sólo resultan incomprensibles sino que ofrecen además al usuario ideas absurdas. Tras adquirir un martillo pilón nos advierten en grandes pliegos que puede ser doloroso golpearse con él en los genitales. Nos previenen de que sería mortal para nuestras mascotas centrifugarlas en la secadora. Nos avisan, en definitiva, de que no perdamos el tiempo leyendo sus sandeces. |