Esas fantásticas alpargatas de Reebok que te ponían los muslos a la altura del sobaco y las nalgas como piedras son un bluf. A dicha marca le han metido un puro en Yanquilandia asegurando que la publicidad que rodea al producto es engañosa, porque no basta con irse de compras o darte un paseo para endurecer las magras. Igual que no haces caja por el mero hecho de levantarte de la cama, tampoco luces unas curvas de espanto al adquirir unas zapatillas caras. La tecnología, como la democracia, resulta muy engañosa. El gobierno de todos, como el EasyTone, es una «gimnasia con bolas». El problema llega cuando explotan las pelotillas de aire que esconde el fabricante bajo el caucho, entonces te partes un tobillo y si no te metes en pleitos allá te las compongas.
Según los políticos, la democracia no tiene calificativos. Los empresarios de las grandes corporaciones dicen lo mismo de los mercados. Tanto los unos como los otros están muy preocupados con los adjetivos que la gente les endosa, por eso prefieren la publicidad. Una buena campaña multiplica los votos igual que las ventas, lo chungo es que la peña se sienta estafada y acuda a los juzgados. Menos mal que el segmento de población que puede lanzarse a la aventura es ridículo en comparación con el número de timos y que el periodismo de investigación no da ni para pipas. El otro día, sin ir más lejos la semana pasada, estuve viendo un documental en el que un periodista de la televisión pública recogía de un supermercado varios productos al azar. Para demostrar a los «videntes» —los llamo así porque ahora, en la radio, se empeñan en llamar «escuchantes» a los que pueden oír— que los alimentos eran seguros y de calidad, los llevó a un laboratorio para que los analizaran y al recibir los resultados se quedó el hombre de un aire, porque uno de los huevos, al parecer, contenía dioxinas. No tuvo más remedio que pillar con pinzas dicho huevo y pasarle el muerto a Sanidad, donde le atendió un director general en mangas de camisa. El técnico se sacó disimuladamente un moco y lo pegó bajo la mesa, el periodista se disculpó por haber metido la pata con este problemilla y los videntes quedaron atónitos ante el triste resultado y sus nulas consecuencias. Son los efectos del EasyTone.
El EasyTone, como su nombre indica, es un tono fácil, suave y simplón. Cómprese estas alpargatas y verá qué guay. O vote a este partido que arreglaremos el monario. La realidad es una mezcla de Bono, me refiero al patán que todavía dirige el Congreso de Diputados, y Alessio Rastani, la carcoma de Wall Street. El primero acaba de afirmar que resulta absurdo que ganes más cobrando el subsidio que trabajando y el segundo, entre otras perlas, se jactó en la BBC de que sueña con el crack para forrarse la riñonera. Ambos sueltan verdades como puños, sólo que las aplican a su antojo. El caso es que nadie nos explica porqué sufrimos unos jornales de miseria ni porqué a los que viven del cuento se les permite enriquecerse hasta que provocan náuseas. Haciendo lo que hacen y diciendo lo que dicen, ¿por qué no están en la cárcel? Son los efectos del EasyTone: publicidad monda y lironda, sin escrúpulos comerciales.
Algo parecido está ocurriendo con la vacuna del sida, experimentada con notable éxito en Madrid y Barcelona. Ahora no pueden comercializarla porque el Centro Nacional de Biotecnología está económicamente hablando con el agua al cuello, así que venderán la patente. Con el dinero que hay en juego habría sido más fácil que el gobierno no se hubiese fundido veintisiete mil millones de euros en comprar tanques y misiles. Pensando mal y pronto, ¿no es más rentable vender vacunas contra el sida que comprar artefactos de guerra? Si algún día necesitamos esta vacuna, la estaremos pagando dos veces o tres, porque no será barata. Habremos pagado la investigación de nuestro bolsillo y el beneficio se lo llevará una corporación farmacéutica. ¿Lo sabían desde un principio? Probablemente, pero así son los efectos del EasyTone: el estilo y la transpirabilidad se combinan de una manera sofisticada. Y además mejora tus glúteos a cada paso aunque, como dicen vulgarmente los argentinos, te estén dando por el orto.
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