El director general de Naciones Unidas para el control nuclear, el egipcio Mohamed El Baradei, ha vuelto a comentar en el boletín del gremio que se dedica a lo atómico, que los iraníes no tienen bombas de uranio ni nada semejante. No hay pruebas además de que vayan fabricarlas en un futuro próximo y que se está exagerando una barbaridad. El señor Baradei se va a jubilar en noviembre, así que le queda poco para seguir ejerciendo y los gobiernos occidentales podrán colocar en su lugar a alguien más dócil. Ya en Irak demostró Baradei que no existían las armas de destrucción masiva y aunque se lo pasaron por el garrón alegremente obligó a los yanquis a perder mucho tiempo en inventar nuevas estrategias. Y el tiempo, para las corporaciones norteamericanas, no es otra cosa que dinero.
En las guerras se mueve un pastón. El más claro se fundamenta en los ejércitos y las armas, el más oculto suele ser el botín. La antigua Persia, igual que la vieja Babilonia, el Congo o Venezuela, son zonas muy ricas en materias primas y estratégicamente colocadas en los mapas, no como Somalia, cuyo mayor negocio es piratear. Las naciones con recursos —si pretenden independizarse— acaban convirtiéndose en problemas para las multinacionales y sus democráticos gobiernos, que lo mismo monopolizan los bienes que, en el colmo de la arrogancia, dan lecciones de ética a los demás mientras se dedican a la rapiña.
Afganistán, que produce el 90% del opio mundial, es sin embargo uno de los países más pobres del planeta. Las farmacéuticas quieren controlar el mercado y metiendo a los gobiernos democráticos de occidente en una guerra contra las mafias productoras ha conseguido al menos que bajen los precios. No es tan rentable cultivar amapola en Afganistán, pero en plena batalla más de ciento veinte mil hectáreas de esa nación se dedican al opio. Hay que tener en cuenta que los terrícolas consumimos cinco mil toneladas anuales y que los afganos producen casi siete mil, negocio que si cayera en manos de la industria farmacéutica internacional multiplicaría sus beneficios de manera prodigiosa.
La guerra de Afganistán no es tan sólo una cuestión de gasoductos y petróleo. Dudo mucho que haya alguien, a estas alturas, que todavía crea en la existencia de Bin Laden y su relación con el derribo de las torres de Nueva York. Pensar que las elecciones afganas han sido más limpias que las iraníes, o que la simple presencia de tropas está cambiando el burka por la falda y el pantalón, es una ingenuidad digna de mejores propósitos. Confundir estrategias comerciales y sus medios publicitarios con la dura existencia cotidiana puede ser rentable para los intereses multinacionales, pero no tendría que confundir a los medios de comunicación. En cambio, es el pan de cada día porque la prensa, arrastrada por los gobiernos y los lobbies de presión, se empeña constantemente en ofrecer imágenes de guerras justas, cuando los conflictos bélicos son económicos, interesados y con frecuencia muy evidentes.
De cuando en cuando tenemos la suerte de que existan personas con un mínimo de sentido común y de ética profesional, que se sitúan además en zonas donde su voz puede llegar a la mayoría y que aprovechan para soltar la lengua. Mohamed El Baradei es uno de ellos. Continúa en racha y a punto de terminar su carrera profesional sigue diciendo verdades como puños. Me extrañaría mucho que, el día que se retire, ocupe su puesto una persona de características similares. Supongo que les faltará tiempo a los verdaderos señores de la guerra para encontrar en los laboratorios iraníes cantidades ingentes de uranio enriquecido. Aunque sean ridículas comparadas con las americanas, las francesas o incluso las israelíes, de las que nunca se habla, darán pábulo a fantásticas conspiraciones. Las que se tragarán de nuevo los medios de comunicación occidentales como si fueran realidades objetivas y perfectamente demostrables. |