El caldo gordo
lunes 24 de agosto de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Hemos llegado a tal extremo de sandez que la realidad está en manos de los tribunales, desde el Estatuto de Cataluña a la corrupción política. Dejamos en manos de los árbitros la interpretación de las reglas básicas de comportamiento en los cargos públicos y de la organización del Estado entre las distintas autonomías. La pregunta es: ¿qué significa la justicia? Desde tiempos remotos, el hecho de ser justo estaba intimamente ligado al deseo de venganza. Una vez «demostrada la culpabilidad» de un ladrón los verdugos procedían a amputarle la mano. Eran los viejos cauces del Código de Hammurabi, el ojo por ojo y el diente por diente, gracias a los cuales se hurtó a la población de las armas para evitar el caos y la masacre que supone que cada cual se tome la justicia al buen tuntún, pero al mismo tiempo el derecho al uso de la fuerza quedaba sometido al control de unos pocos, consagraba en el poder a las élites y en rara ocasión sometía a los jefes a la misma tutela de la ley. Así que nada suele ser tan simple como nos lo pintan.
    Detrás de la ley están las ideas que promueven determinadas personas y grupos de interés. En las democracias occidentales, basta tener una mayoría parlamentaria —derivada de unas elecciones— para gestar leyes que tendrán que aplicar los jueces pero también, en los altos tribunales de un país, se elige a los magistrados constitucionales según el color de los partidos y los pactos a los que lleguen. Los ejemplos más contundentes suelen resultar meridianos cuando se nombra defensores del pueblo, lo mismo en el plano estatal como en sus distintas variantes autonómicas, así que la justicia queda impregnada por las ideas y es modificable según cambien las tornas en el futuro espectro político. El resultado suele ser penoso para la sociedad, que se ve privada de «auténticos defensores del pueblo» y entregada en brazos de personajes poco conflictivos con las instituciones, cuyos sueldos y capacidad de maniobra depende de los políticos que los eligen.
    Las leyes evolucionan según las ideas, y no siempre van a mejor. ¿Qué es pues la justicia? ¿Será aplaudible  si nos da la razón y  errónea cuando nos lleve la contraria? ¿Sentará precedentes duraderos o éfimeros según las circuntancias? Y en el mejor de los casos, ¿no es demasiado lenta? Llegan tan tarde algunos fallos y apelaciones que terminan por levantar ampollas en las heridas previamente cicatrizadas. La sociedad se aboca a debates orquestados a favor y en contra de las decisiones judiciales que están por producirse y que pueden afectar la convivencia ciudadana. Se intenta influir en la opinión de los jueces a la hora de dictar una sentencia firme y se toman posiciones en asuntos de sentido común. Ya tendrían que estar resueltos y no pervertirlos todavía más con el fin de rentabilizar una sentencia en las próximas convocatorias a urnas. Lo mismo desde el gobierno que desde la oposición se presiona a favor o en contra de un estatuto aprobado por los catalanes en refrendo, y sacando de quicio una cuestión superada volvemos a estar de pronto al inicio del problema. Es el cuento de nunca acabar.
    Si fuésemos capaces de llevar tales entuertos de forma respetuosa, seguramente no tendría mayor trascendencia discutir sobre cualquier fenómeno, pero los seres humanos —y los habitantes de esta península con especial encono— nos tomamos las banderas y pendones demasiado en serio, estupidez que nos complica la existencia y que desvía la atención de lo fundamental. La realidad no será distinta porque el más elevado de los tribunales juzque de modo favorable o negativo un estatuto u otro, es la convivencia entre las gentes y los pueblos la que construye a diario conductas y comportamientos nocivos o saludables. Ir siempre por la senda de la confrontación sólo conduce al hastío y a la mala sangre, al resentimiento y la desidia. Engordando los problemas del conjunto de la sociedad es fácil que pasen desapercibidas las miserias personales, pero a estas alturas de la democracia tendríamos que ser adultos. Saber diferenciar entre los intereses económicos de los pueblos y las estrategias personales de sus dirigentes es fundamental. Si no somos capaces de mantener la cabeza fría les estaremos haciendo el caldo gordo y nos manipularán lo que les venga en gana.

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