Empleamos demasiadas coletillas en las conversaciones y apenas caemos en la cuenta de que muchas de ellas, en algún instante, nos fueron impuestas. No me refiero a las que se desprenden de una falla de vocabulario, las que nadie nos enseñó para hablar en público o llevarlas en la mochila. Hablo de las palabras que suenan extrañas a los demás cuando salen de nuestras bocas, como si estuviéramos recitando de memoria la tabla de multiplicar o de pronto nos diese un pasmo. Si tenemos la dicha de comprender que algún ventrílocuo nos manipula es preferible que intentemos expresarnos en otro idioma, aunque nos lo inventemos sobre la marcha. El esfuerzo rejuvenece. A mí me pasa, por muy autista que sea vivo en sociedad. Escucho a artistas, locutores de radio y presentadores de televisión. Oigo a políticos y demás personajes contar sus andanzas y, según me caigan simpáticos o desagradables, sus coletillas terminan impregnando mi papilas, se agarran con fuerza a mi lengua y me obligan a repetir sandeces igual que hacen los loros. Repetir al buen tuntún es peligroso y deteriora el carácter, así que conviene pasar por un tamiz las monsergas.
Cientos de eufemismos se han ido colando en el lenguaje con el único propósito de confundir las conversaciones, sólo falta que vayamos imitando la manera que tienen otros de hablar. Ya es complejo interpretar la realidad como para elaborar copias. La comunicación es una jerga tan incomprensible que podría establecerse una asignatura escolar para leer entre líneas. Bastaría con utilizar un diccionario, aunque los buscadores de internet resuelven las dudas de los autodidactas y en cualquier caso hacer uso de nuestras orejas que, desde tiempos inmemoriales y salvo que padezcamos sordera, tendrían que ser capaces de captar un amplio rango de sonidos, dejando al cerebro la tarea de identificar la bondad del emisor según el entorno y disponernos luego a interpretar lo que oímos.
Por ejemplo, hace unos meses que escucho continuamente la expresión «factor clave». La primera vez que la oí fue en labios de un banquero alternativo, de los que propugnan otro tipo de entidades financieras, y casi me pasó desapercibida. Ahora, como si un extraño grupo de presión hubiera descubierto que causa efecto, la repite todo el mundo. La emplean para subrayar. Una vez que establecen la idea básica, alrededor de la cual debe girar la conferencia, charla, mitin o como se dice ahora «presentación», tarde o temprano aparece un «factor clave» que precipita los acontecimientos. Repiten dicha expresión cuantas veces sea necesario, incluso les estimula a continuar. Deben de creer que estas dos palabras producen el éxito por sí solas, triunfo que llega al margen de los abucheos o de los aplausos, justo cuando sale el público por la puerta y se lleva a casa el «factor clave» en su propia fiambrera mental. Aunque los oyentes no recuerden otra cosa, siempre les quedará el poso de que hay un plan cuyo «factor clave» está terminando con todo, hasta con los razonamientos.
En siglos anteriores, la moraleja de un cuento era de vital importancia pero ahora esta siendo sustituida por el estribillo que la precede. Si tuviéramos que describir el «factor clave» de una adivinanza no serían las palabras que inducen a descubrirla, sino la coletilla de «adivina, adivinanza». A medida que desarrollamos una idea se emborrona en un sortilegio, que se vierte igual que lejía a lo largo y ancho de todo el discurso. El resultado es que hace sangre alrededor de las neuronas facilitando su alojo en los cerebros. No hay necesidad de lavarlos, es más práctico insistir en la coletilla que abrirnos de repente el garganchón y endilgarnos una buena cucharada de ricino. Sospecho que llegará un día en que nos convertiremos en el perro de Paulov y al escuchar las palabras mágicas de «factor clave» simplemente abriremos las fauces y nos darán nuestro merecido.
Ayer mismo comprobé que el «factor clave» había dado ya un salto cualitativo. Era un mal necesario, semejante a la fiebre, que refleja la lucha de nuestro organismo contra la enfermedad. De hecho se habla de él en cualquier tertulia y nos disgusta tanto que empieza a darnos miedo, pero no queda más remedio que desayunar, comer y cenar «factor clave» a todas horas. De seguir en esta línea llegará un momento en que formará parte de la dieta mediterránea. El señor Valeriano Gómez, ministro de trabajo, dijo de hecho que ya va siendo hora de probarlo. Está convencido de que para salir de la recesión económica existe suficiente «factor clave» para todos, incluso para los pensionistas. Por eso ha solicitado a las minorías de izquierda que sean objetivas, ponderadas y sensatas. Les ha pedido que sean realistas. El «factor clave» se convierte de este modo en la mejor herramienta que dispone el mercado, la verdad absoluta, y que el ministro perciba siete mil euracos al mes (dietas, comisiones y viajes aparte) resulta en comparación una anécdota. No se le ha ocurrido a este señor la genial idea de bajarse el sueldo a la mitad y sentar un precedente, prefiere que se lo paguemos a escote los demás.
La economía moderna garantiza a los jefes que continúen ejerciendo. Jamás he escuchado a ninguno de nuestros próceres que al pedir sacrificios se rebajen el sueldo y mucho menos la pensión. Algunos, como el alcalde de Madrid, van más allá y les causa grima el espectáculo. No quieren ver la degradación que se produce en la sociedad cuando se pone en práctica el temible «factor clave». Tanto desarrapado durmiendo a la intemperie le causa repeluzno. Es un horror que los sin techo se multipliquen por generación espontánea y avisa que si gana las elecciones recomendará al gobierno que obligue a los mendigos a salir de las calles. Desconozco si está en su ánimo que los transporten hasta África o los catapulten a la estación espacial, es probable que este «factor clave» todavía esté abierto a interpretaciones, siempre y cuando los pobres desaparezcan de su vista. |
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