|     La clase acomodada tiene la sensación de vivir en un permanente fin de  fiesta, en plena resaca y con un amargo despertar. La choza está hecha unos zorros, con sus botellas vacías todavía rodando por el mármol de Carrara, y los cristales rotos de las copas  peligrosamente esparcidos por todos los recovecos de la mansión. La peña  más finolis,  vip de despacho con vistas, accionistas de alto copete y ejecutivos de ensueño, vegetan zumbados en pleno aligustre o completamente ebrios en mitad del césped,   boqueando como salmones a un palmo  de la piscina o flotando en el agua como patos de goma. En ese preciso instante, como siempre, es cuando aparece el servicio para hacer limpieza y  se encuentra  calcetines y zapatos, bragas, condones y hasta rastros de coca en el retrete.  Nadie de los allí presentes recuerda una mierda de lo que pasó y si a duras penas se hace la luz en su raquítica memoria emplean las neuronas para apoyarse en un mueble o en una esquina, se palpan allí buscando algo, se recomponen de mala manera, pillan las llaves del coche y adiós, si te he visto no me acuerdo. La recesión es para ellos como una jaqueca. La jet, al día siguiente, pasa revista a las caras guapas y  marca con un rotulador fosforito  a los que se han quedado por el camino de la quiebra, los que de ahora en adelante estarán «out», fuera del círculo. En el top del despilfarro no hay medias tintas: se vive a lo grande o se desaparece.  Por eso alucina esta chusma  cuando oyen hablar de las velinas, durante la última rebelión de las escort, en el tacón mismo de Italia. No entienden que simples cuerpos danone, putillas de usar y tirar, acaben por irse de la lengua y poner en jaque a un gobierno. Aunque sea el de Italia, que es lo mismo que  hablar de la mafia.
 Que un Caballerete como Berlusconi tenga un harén es un síntoma del descaro y la decadencia a la que llegan los lacayos de más confianza. Los  mayordomos de la aristocracia económica —los políticos— en lugar de hacerles la cama, copian sus costumbres al viejo estilo de los patricios y a fuerza de encontrarse carteras y enterarse de sus miserias, consiguen hacer fortuna. El ilustre patriarcado que aún rige los negocios europeos, contempla atónito a los gobernantes. Tendrían que limpiar sus carroñas con  lealtad, dar ejemplo de una sensatez que brilla por su ausencia y abrir las puertas con rapidez a nuevos dispendios. Pero  durante una época de vacas flacas no sólo se suben los sueldos sino que  meten mano en sus empresas, apañan  pelotazos y subvencionan a los bancos para controlar nuevas parcelas de poder,  negando encima cualquier responsabilidad. La clase pudiente comprende tarde que le han crecido los enanos. No es que  regrese la economía sumergida, es que las mafias devoran ya hasta los tiernos brotes  de los setos que rodean las urbanizaciones de los ricos, circunstancia que indigna a la gente de bien y les genera una ansiedad rayana en la agonía. La pérdida de terreno es tan evidente que  les roban en sus propias narices, lo que les produce una impotencia horrorosa.
 Pero no nos engañemos. Da igual que surjan revoluciones o galopen las más agudas recesiones económicas, cuando termina la fiesta florecen las oportunidades para los nuevos jefes y se abre siempre una puerta para que el servicio limpie el desastre. La riqueza no entiende de dogmas ni de leyes. La pobreza, en cambio, se las conoce de memoria.
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