|     Nicholas Carr —a propósito de su último libro— compara  internet con un  interruptor. Afirma que le apasiona navegar sobre  aguas virtuales porque, mediante idoteces, enseguida le asaltan  los filibusteros  y   siempre logran distraerle. Basta una ligera intermitencia en una esquina de la pantalla para que su interés se evapore y pierda completamente la concentración. A nuestro cerebro —según  Carr— le encanta absorber nuevos contenidos de información, aunque sean ridículos.  Reconozco que a mí me ocurre  lo mismo, sólo que   estas interrupciones me causan sonrojo y turbación.Si un dato me transporta  a lejanos países acabo mordiendo el anzuelo. «La conspiración de Singapur», por ejemplo, a la hora de escribir este artículo, me atrajo de una manera fascinante y una vez que tuve acceso al archivo entero resulta que me defraudó. Imaginaba una trama  fabulosa y no un simple tongo entre conductores de fórmula 1. Que el más famoso de los automovilistas peninsulares —un tal Fernando Alonso— pudiera  estar envuelto en una conspiración para apoderarse de la copa del mundo,   hubiese tenido  cierto interés de haberse planteado  literalmente el hecho de mangarla de alguna vitrina. Pero la realidad, en  ocasiones, empobrece la ficción y patina a la hora de construir buenos argumentos.
 Hay escritores que han novelado la épica de los ciclistas construyendo un libro sobre el tour de Francia, incluso cineastas que han llevado a la pantalla grande la angustiosa soledad  de un portero ante el penalti, de modo que habrá quien vea en «la conspiración de Singapur»  tal filón que se le salten las lágrimas. Pero en un negocio donde se mueven millones  se descubren tongos y amaños con harta frecuencia. Me parece lógico incluso que los conductores de fórmula 1—sobre todo los que no están en la cima— cobren  un dinerillo por estrellar su vehículo contra quien haga falta. A los ingenuos amantes de la carreras igual les da un vahído, pero a mi cerebro le defraudan las trampas que emplean los publicistas para captar mi atención. Aunque  los comentaristas deportivos exageren hasta la náusea, cuando un título  es superior a la trama que  luego se desarrolla nos encontramos sencillamente ante un fiasco muy profesional.
 Según Nicholas Carr, la red está llena de aficcionados y para profundizar en una investigación detallada siempre son necesarios los profesionales, gente bien pagada y con dedicación exclusiva. El único problema, para mi escaso juicio, es que los que  tienen dinero para gastar en investigaciones con demasiada frecuencia también tienen sus  intereses, razón por la cual emplean su pasta en contratar los servicios de «gente leal». A menudo se confunde lo objetivo y lo veraz con la publicidad encubierta o descarada. Volviendo a la aburrida «conspiración de Singapur», quien tiene capital para sobornar a un conductor y conseguir que  estrelle su vehículo contra otro, también le sobra el dinero para que  declare que chocó a propósito. La publicidad no sólo vende productos sino también ideas. La red, como todo en esta vida, está mediatizada por los intereses. Podemos hallar un montón de personas que se apasionan en las investigaciones, sin otro propósito que descubrir la verdad, pero rara vez sus averiguaciones nos saltan a la cara. Al contrario, hay que buscarlas con candil y mientras escarbamos —como afirma Nicholas Carr— es  fácil que nos distraigan.
 Sin venir a cuento me entero de que a Gadafi le han prohibido instalar su jaima en Central Park. O que la Audiencia Nacional confirma que no es un delito abuchear al Rey, o silbar mientras se oye el Himno, antes de un partido de fútbol. El jefe de Libia —que es un extravagante— seguro que puede pagarse una buena suite en cualquier hotelazo neoyorquino para después darle a la lengua en  Naciones Unidas. Y si fuera delito ponerse a dar pitidos al monarca en un estadio, lo tendría chungo la policía para arrestar a tanta peña, de modo que es obvio que los jueces pasen de todo. En cambio, me parece lógico que los senadores de este país quieran terminar con las cláusulas abusivas de las hipotecas, lo raro es que no se les haya ocurrido antes. Cualquier información, como asegura Nicholas Carr, puede llamar a la  puerta de nuestro coco pero hay muchas maneras de interpretar los contenidos. El interruptor no sólo se dispara en los ordenadores, donde es detectable con  claridad, su presencia resulta mucho más impertinente en la vida cotidiana. Nos han acostumbrado de tal forma a negar la pelma existencia del interruptor que  los anuncios y el proselitismo se confunden ya con los sentimientos y las emociones.
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