Antes de irme a las Canarias, el ínclito Mayor Oreja - ministro del interior en la época de Aznar - acababa de lucirse con unas declaraciones que, de tener un metro a mano, darían la talla del sujeto en cuestión. A su juicio, y resumiendo, la dictadura de Franco fue un remanso de placidez. Sobre todo en Euskadi, que jamás vivió tan pacificamente. Cómo cambian las cosas, ¿verdad? Esta mentalidad carca al más rancio estilo de Torrente, el zafio personaje creado por Segura, es capaz de negar hoy lo que abrazará mañana. Y viceversa, así que tampoco cabe la sorpresa. La terquedad de algunos políticos sólo es comparable al volumen de su cuenta corriente. Lo que me ha inquietado siempre de esta subclase de individuos podría subrayarse en una sola pregunta: ¿Es peor lo que dicen o lo que callan? Si te pillan en caliente es fácil que te vayas de la pinza y, con un micro en la boca, hay que mantener cierta distancia para no hacer el ridículo. A menudo se observa cierta manga ancha con los más abuelos, no se les tiene tanto en cuenta lo que hablan porque al fin y al cabo entran en limbo de lo gagá. Lo gagá, sin embargo se apodera de los peperos hasta oler a pútrido. Da la impresión de que estuvieran todos saliendo no ya del armario sino de la antigua despensa de sus abuelos. En la despensa de la gente adinerada, allá por esos tiempos que tanto les gusta recordar, no faltaba ningún producto del estraperlo. La cartilla de racionamiento era la antítesis del negociete y ahora, lejos de condenar la dictadura, se ponen moñas, tiernos y añorantes. Se les menta los Cuarenta Años de solaz y es que se deshacen por dentro. Por eso observan con ojos de pollo que la patria, los inmigrantes y el rojo de Zapatero, la ETA y la Kangoo, los maricas que campan a sus anchas y el diluvio ateo de la educación para la ciudadanía, están dejando a España irreconocible. Pero lo único que he visto yo en las islas, por ejemplo, es que las están comprando por trozos. Que vienen desde Alemania o desde Noruega a llevarse su mordisco. Y para eso hay que ponerlas. Tener pasta. Este discurso merluzo sobre lo malos que son los pobres que vienen de fuera a quitarnos el pan, se cae por su propio peso en la Gomera, donde grandes extensiones de tierra son propiedad privada de los nórdicos. Alguien las venderá, ¿no? Las gentes como Mayor Oreja son las mismas que prefieren antes a un alemán que a un catalán. Es así de lamentable. Por eso es fácil que un inglés te salga al paso en las Canarias y tras un rato de conversación en su lengua te pregunte cuándo te vuelves a tu tierra. Hasta tal punto la considera propia que te observa como a un extranjero. Y tal vez lo sea, quién sabe, no es la primera vez que me lo dicen. El caso es que entre el separatismo que tanto critican los conservadores y la compra pura y dura que practican los europeos del norte habrá que inventar un concepto que no suene gagá. Algo que no esté en venta. Lo demás son palabras soeces o bonitas palabras, pero nada más. |