A veces la casualidad nos proporciona extraños compañeros de viaje. No sólo a los individuos sino a los países. Kosovo, tras la guerra de los Balcanes, es hoy un protectorado internacional a punto de independizarse de Serbia. Sin embargo Bélgica, en la actualidad, se encuentra al borde de la fragmentación. Sus instituciones están paralizadas por la eterna disputa de sus dos entidades, la flamenca y la valona, empeñadas en repartirse los muebles de forma pacífica pero persistente. A los ojos del mundo resulta chocante que la soberanía de Kosovo vaya a decidirse en Bruselas, justo cuando Bruselas desconoce su futuro. Como si el secesionismo de los kosovares pudiera obtener el arbitraje y hasta el empujón definitivo dentro de un espacio neutro, el belga, cuya soberanía está en decadencia. Por no decir en franca descomposición. ¿Realmente es así?
La historia de ambas naciones no es comparable, lo mismo que sus errores y aciertos tampoco pueden intercambiarse geográficamente. Al menos hasta dentro de unas décadas, cuando las similitudes importen un rábano. Mientras tanto ambos países no podrán tratarse como iguales en la diplomacia, ya que su peso específico es muy diferente. Ceder a la tentación de ver en las propias contradicciones el motor de la unidad europea es un defecto común, al fin y al cabo los europeos somos capaces de dar lecciones mutuas sobre asuntos imposibles. Extrapolamos conclusiones para los demás y en casa no las llevamos a la práctica. Hemos aprendido que convivir es tan complejo como distanciarse. Lo demuestra nuestra historia común, que es un lamentable valle de lágrimas. Nos hemos estado atizando entre nosotros hasta antes de ayer y últimamente además dejando que los americanos se involucren en las reyertas, lo que siempre les ha otorgado un trato de favor y unas saneadas cuentas corrientes. No deja de ser absurdo que intentemos dar lecciones a los demás. Sólo hemos podido compartir una lúgubre unidad mercantil y monetaria que cabalga con lentitud pasmosa a la hora de tomar decisiones en común. Sin embargo, este formidable mosaico es la envidia del resto de los continentes. Hacemos gala de una estabilidad caótica. Incluso en los Balcanes, donde las diferencias se resolvieron subdividiendo o anexionando las tierras del vecino, situación que propagó los estímulos más genocidas. La solución cae al final en el mismo saco de Europa, el destino inevitable: la gran hucha.
Uno de los mayores aciertos estriba en colocar los foros internacionales en las fisuras más visibles, los enormes corchos que ciegan los conflictos para que no se repita la Historia de dos guerras mundiales. Como en Bruselas.Tal vez por eso se sienta la capital de una Bélgica diferente, el símbolo de una Europa más moderna y mezclada, aunque también más tecnócrata. Esta excepcionalidad acoge desde siempre las reuniones de cualquier disputa. No olvidan que fueron víctimas y que perder un gramo de la estabilidad que gozan ahora es un lujo que no pueden permitirse. |