El mal trago de volar
jueves 21 de agosto de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    A mí me ha costado unos cuantos chupinazos superar el despegue y esta noche he dormido fatal, porque a primeros de septiempre tengo que montarme en un trasto con alas y sólo de pensarlo se me pone la carne de pollo. No me explico cómo pueden seguir volando los aviones a golpe de queroseno, son auténticas bombas de relojería. Por mucho que digan de la aviación que es el medio de transporte más seguro del mundo tarde o temprano llega el accidente y cuando ocurre es siempre de espanto. Irte de vacaciones y acabar carbonizado en un riachuelo provoca un mal rollo horroroso. La gente que ha pasado por un trance de semejante calibre y ha vivido para contarlo dice que es incapaz de comerse un filete. No entiendo cómo podemos subirnos a un cachivache que sale proyectado a más de ochocientos kilómetros por hora sabiendo que somos personas y que en cualquier instante la más mínima idiotez puede provocar una catástrofe. Escuchar conceptos como «el error humano» te hielan la sangre, porque sabes en el fondo que todos los accidentes son producto de un fallo. O en la fabricación, o en la revisión o en la conducción. Nos montamos en objetos que otros menganos, más listos y preparados que nosotros, inventaron y construyeron, repararon después y hasta pusieron a punto para que otras personas viajasen en ellos más rápido que en otros vehículos. Y a veces incluso más lentos. Lo mismo que a nosotros nos puede dar un íctus al cruzar la calle, el piloto de un avión puede sufrir un derrame o chocar en pleno vuelo con una bandada de cigüeñas. El cúmulo de probabilidades de salir ileso — por el mero hecho de ser y la casual circunstancia de estar — en el momento más inadecuado, resulta siempre un riesgo incalculable. La caja negra de la existencia acumula errores desde el mismo instante en que nacemos.
    El desenlace de una equivocación es lo que otorga su importancia, por eso los seres humanos pasamos el rato intentando descubrir si fue el trágico resultado de una negligencia, si sobrevino el desastre por el deterioro de un material obsoleto o tal vez fueron varias las causas, que se alinearon igual que los planetas, ofreciéndonos una masacre. Las investigaciones y juicios que sobrevienen a los accidentes nos obligan a mejorar en lo profesional, aunque sea de manera egoísta, para evitar el descrédito de las empresas y las indemnizaciones a las víctimas y familiares. Nada de esto impedirá que al subir a un avión y cerrar la correa se te acelere el pulso y te suden las palmas de las manos. Somos humanos y cualquier cosa puede fallar. Si en ese instante la conciencia de nuestra fragilidad se hace palmaria es porque nada depende de nosotros mismos, salvo nuestra salud y nuestra suerte. Es como jugar a la lotería, que nunca toca. ¿Y si esta vez sí? Nunca queremos pensar en el riesgo porque nos inmoviliza. Las emociones humanas, cuando se desbordan, resultan tan comprensibles como impúdicas. Al lado de enormes tristezas encontramos un salto de alegría. Alguien tuvo una corazonada o símplemente llegó tarde a la terminal —la terminal, qué palabra tan evocadora— y se libró de una muerte segura. Somos tan poca cosa y tan miserables que no podemos evitar en esos momentos la felicidad de seguir vivos en un mar de desgracias. Incluso a veces, sin reparar en la pesadilla constante del hambre que asuela el mundo o la guerra perpetua en la que viven los demás, pretendemos imponer el luto más allá de nuestras fronteras. Quién sabe. Tal vez todos los trapos del planeta tendrían que ondear siempre a media asta. Tal vez los atletas tendrían que lucir siempre un crespón, porque la adversidad y el dolor siempre nos acompañan.

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