Para la burguesía aragonesa, todo lo que no sea una tranquilidad inmensa genera malestar. El Justicia, que es una figura similar al Defensor del Pueblo pero con un torrado de Historia a sus espaldas, acaba de salirse del tiesto afirmando que la cañería que han tirado desde el Delta es, como todo el mundo sabe, un trasvase así que contraviene no sólo el Estatuto sino también la Constitución. El Justicia, que funciona con inexorable lentitud, ha llegado muy tarde con sus informes pero como ha llovido a base de bien el pasado fin de semana en Cataluña igual se podría pedir una moratoria en la conexión al Ebro. Los ecologistas de por aquí conocen de primera mano que una vez que se mueven las aguas ya no hay forma humana de volverlas a su cauce, y a la espera de que acaben la desaladora barcelonesa también piden la consabida moratoria. Las moratorias, cuando se vive en una tranquilidad inmensa, no causan problemas. En cambio resultan un pecado garrafal si generan inconvenientes y maledicencias, pues obliga a los jefes a actuar con contundencia para acallar a los blasfemos. ¿El panorama parece una balsa de aceite o todavía es metaestable? Ahí está el meollo del asunto. SúperBiel, vicepresidente autonómico y titán del surrealismo, cree que todavía falta un margen para llegar a la pachorra. La tranquilidad no es completa porque los detractores del casinazo en los Monegros van aún de crecida. Asegura el hombre que los incrédulos «caerán como cañas de bambú en unos días», cuando los mafiosos del juego acaben de comprar la parte de secarral que les falta y se pueda clavar un cartel entre las boletas de esparto. El periódico francés Le Figaro asegura que un tal Tranchant, gerifalte de Gran Scala en el país de Asterix, anda con la mosca en la oreja porque el Gobierno de Aragón no se decide a expropiar. Por lo visto un cacho de tierra les trae de cabeza y resiste al invasor, mientras no se le hinque el diente al pedazo que falta no hay nada que hacer en cuatro meses. El señor Sébastien Tranchant asegura que, para calmar la susceptibilidad de los aragoneses, los promotores de tan desértico despilfarro han depositado un aval bancario de veinte millones de euros, del que informarán en breves. Aunque la cifra represente un canapé para abrir boca en semejante dispendio, no es otra cosa que el botón de una chaqueta que se irá confeccionando sobre la marcha. La tranquilidad, por lo tanto, no es absoluta y la burguesía aragonesa —siempre tan suspicaz— se muestra tensa y expectante frente al cariz que van tomando los acontecimientos. La Expo está a un tiro de piedra y las obras del pabellón de Aragón se están saliendo de madre. Ya cuestan cinco millones de euros más de lo presupuestado y los currelas todavía están en el tajo. La pasarela de Manterola, la del Pincho, amaneció el otro día llena de pintarrajos y el alcalde se sube por las paredes. Para ver cómo suena, ha propuesto plantear una ordenanza que castigue a los grafiteros con multas de mil quinientos euros y lo gordo es que la peña piensa que se queda corto, porque tendría que obligarse a los gamberros a que limpien todo el puente con la lengua. Viendo el alcalde que tiene margen de maniobra se está animando a prohibir la acampada en los parques. Quedaría muy gañán, con la chicharra veraniega, que la ciudad se convirtiera en una segunda Pamplona durante la Exposición Internacional. Así que, para evitar lo que denominan «efecto san Fermín», se están animando los concejales a prohibir a los mendigos que duerman en los jardines. La tranquilidad inmensa que necesita la burguesía aragonesa para crecer y desarrollarse es a menudo tan prolija que favorece un hábitat lunar, silencioso y sin cortapisas, y aún así jamás estará a su gusto el baldío. |