Se habla mucho estos días sobre la nueva obra que hará las delicias del público en las céntricas calzadas del noble villorrio zaragozano. Admirable resulta la determinación de los jefes del ayuntamiento que, pese al aluvión de críticas, se empeñan en abrir horripilantes zanjas y trincheras. Tras la Expo se echaba de menos la enorme y ruidosa jarana de los taladros y las excavadoras, los hermosos atascos de tráfico y los entretenidos cambios en las líneas y paradas de autobús. No se lamenten, a lo más tardar en septiembre volveremos a nuestra salsa. El regreso del tranvía, que abrirá una enorme cicatriz de alquitrán, piedra y arena desde el parque grande hasta la plaza de Paraíso, nos hará disfrutar hasta el llanto.
Reconozco que soy un tanto escéptico con el tranvía —porque donde quepa un tren-bala que se quite lo demás— aunque estoy de acuerdo en que hay que hacer lo que sea para interrumpir la presencia de los coches, no sólo en el centro de las ciudades sino en el planeta entero. Me parece absurdo que se eche la pasta en la GM o se paguen unos dineritos en subvenciones para facilitar la adquisición de automóviles y que al mismo tiempo se les impida después la circulación, pero tampoco espero de los políticos un derroche de sensatez. A mi escaso juicio acabaríamos antes con el problema montando una de esas campañas publicitarias tan caras en plan «apadrine usted un coche y envíelo rápidamente al desgüace». No sé todavía cómo no se les ha ocurrido, será la falta de imaginación.
No hay investigación ni desarrollo, y menos aún innovación. El I+D+i, esa chorrada que sólo favorece a la informática, está lejos de hacer mella en los ediles del consistorio. La prueba es que vamos a regresar un tranvía al que nunca debieron quitarle las vías, supongo que tarde o temprano nos devolverán también el trolebús. ¿Acaso no sería más económico? Ya lo era en su momento, pero los políticos no cobran por adelantarse a las modas ni por imaginar siquiera cómo será la ciudad del futuro. El negocio estriba en abrir y cerrar las tripas de la calle cuantas veces sea necesario. Sabemos que los dueños de Construcciones y Contratas o de Dragados, antes de reflexionar un cuarto de hora prefieren cualquier opción, así trabajan el doble, pero a los demás igual nos conviene hacer un tren chuchú o un transmutador de materia. Entrar por la puerta del Carmen y salir de pronto en Torrero o Las Fuentes sería un subidón. Con la pasta que se ha invertido en este país con los transportes, ¿no tendría que haberse inventado ya, como poco, la telequinesia?
Cuando se recupera el modelo de un tranvía antiguo, volver al pasado tiene su gracia, pero si va ser megamoderno lo mismo interesa innovar. O hacer un cinta sinfin, con sus asientos y rapidita, al fin y al cabo Zaragoza no es Nueva York. Sería una lástima que al cabo de una década, o tal vez menos, abrieran de nuevo las zanjas. No pongo en duda que iba a ser muy divertido pero también nos costaría un riñón. Tenemos la prueba en la telecabina, que está muerta de asco. O en los barquitos del río, que lo mismo nos da ir nadando de una orilla a la otra. Estoy convencido de que las obras no se piensan con el culo —sería una ingenuidad— se hacen mal a posta. Con media docena de overcraft tardaríamos dos minutos en ir de la Química a Las Fuentes, pero el viaje sería más económico. Lo mismo ocurre con el metro, si no se construye ahora es porque lo tienen planeado para después, cuando hagamos corto con el tranvía. Los jefes le prestan tanta atención al apeadero de Goya porque una vez se levanta la primera piedra se anima el cotarro. Primero nos acostumbran a las Cercanías y luego el dios ladrillo proveerá. Acuérdense de la que se armó en el paseo de la Independencia con el cementerio musulmán. No les dejaron hacer el aparcamiento y acabaron sepultando todos los restos arqueológicos. El monopolio de la zanja tiene sus propios intereses, pero como dan faena y resultan rentables terminan subiéndosenos a la chepa. |