Artículos de 1989 • 22 de octubre
Primeras Publicaciones
   Joven exquisita, bien parecida y de sinuosas curvas, tiene albergue estos días y durante seis meses en todas nuestras casas. Suculentos banquetes y deliciosas fiestas van a prodigarse en su honor sobre este mantel en piel de toro forrado. Inagotable fuente de conversación, todo el personal mitológico tenderá a situarse a su altura, predestinando su impresionante futuro. Incandescentes églogas salpicarán de sonrojo las doce estrellas de su exiguo bikini. Siempre muda, esta vez Europa charrará por los codos en la voz de todas las bocas, ya que, como ocurre casi siempre, este rapto es un secuestro a contratiempo.
   Ya instalada en la corte y monclóicamente cerrada de piernas, se estamparán sellos que ilustrarán nuestras cartas. Como en un bando se levantarán conciertos que adviertan de su presencia y, en un continuo nodo, se recrearán geográficamente nuestras conciencias.
   Estamos asistiendo a la impresionista mascarada de la recreación de Europa. Como si de un cuento de hadas se tratara, parecemos inclinados a hablar de un lugar, de un espacio de ensueño bordeado de inhóspitos paisajes, de atrincheradas fronteras, donde nuestro príncipe gitano enlazará las almas para beneficio propio y sonrojo ajeno. Como si los ciudadanos pudiéramos tomar las medidas a esta inexistente nación, se crearán foros donde lanzar hermosos ripios. En el torrente de las palabras se pretende desprender la voluntad común de crear algo nuevo en lo que depositar las sinrazones. Agazapada en nacionalidades y regiones, que conforman el contradictorio mapa de las lenguas, Europa se muestra como una entelequia diferenciada, con la utópica belleza de lo inasequible. Aglutinadora de lo diverso, alcanza el logaritmo del rompecabezas en la irresistible carrera por desgajarse del omnipotente Agenor de la América del Norte.
   Frente al cuadro mitológico se parapeta una impresionante revolución silenciosa. Si bien es cierto que Europa puede y debe forjarse un destino común, también es patente que la doctrina que inspira sólo trata de recrear el espejo de América. La desprotección con que los diversos estados que componen este vasto y viejo continente, contemplan su competitividad económica fomenta la idea de asegurar un mercado único donde desarrollarse y hacer causa de protección primero y de colonización después. Comprender que los Estados Unidos de Europa van a alcanzar un esquema de matiz confederal, con moneda y parlamento propios, y que en el transcurso de los tiempos ajustarán sus especificidades gubernamentales para dotar a Europa de un genuino órgano decisorio a nivel ejecutivo, no implica de ningún modo la evolución social del continente. El progreso político y el tecnológico deberían emparejarse con la equiparación de sus ciudadanos en algo más que la sangría consumista que el porvenir nos depara. Igual que un jornalero andaluz tiene una capacidad adquisitiva menor que la de un obrero metalúrgico en cualquier multinacional del automóvil que trabaje en la península, tampoco puede compararse a un peón del vecino Alentejo portugués frente a un trabajador químico de la Selva Negra alemana. Si bien es cierto que existe una Europa de las diferencias, como recordaba Ramón Tamames, es menester entender que la distancia de costumbres nacionales y hasta regionales no puede ser el marco potenciador de la “Europa de los Doce”, aún menos cuando Noruega y Austria llaman a la puerta, dado el nivel de vida que cada uno de los estados que componen el futuro territorio de convivencia.
   Esta revolución silenciosa de los técnicos y funcionarios europeos no puede cimentarse en la diferencia social de las macroeconomías para perpetuar un capitalismo salvaje en eterna competición con los Estados Unidos y Japón, y mucho menos con China. Interesa llevar a cabo la transformación de los esquemas que rigen la convivencia en los “guetos” nacionales, y que ya horadan los muros de la vergüenza, pero esto sólo puede ser entendido – como comentaba Aranguren- si existe la inquietud de tomar como referencia la mejora social de los pueblos, un asunto sobre el que conviene reflexionar y conservar al mismo tiempo el optimismo. Esta actitud genera positivismo pero también cierra los ojos a una Europa de las Multinacionales, siempre especulativa e incapaz, como nos demuestra la Historia, de entender el reparto de beneficios como algo inherente al desarrollo de los seres que las sustentan. La simple ampliación del mercado de consumo no puede ser algo prioritario frente a la evolución común de los ciudadanos que integran este país sin fronteras. Subsiste cierta incredulidad ante toda renovación que conlleve a perpetuar las estructuras sin alterar ninguna de las contraprestaciones que valoran nuestro esfuerzo.
   Sólo la posición crítica es capaz de equilibrar la balanza en la eterna lucha de intereses. Quizá cierto pesimismo activo termine por generar en rapto lo que ahora constituye un mero secuestro. No obstante, y teniéndola en casa, igual terminamos por comprender.
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