El partido de Rajoy vuelve a dar la campanada. Manteniéndose en sus trece y soltando a cuenta gotas el nombre de cada uno de sus elegidos, corre el riesgo de aburrir a las ovejas y generar conflictos internos. Como estrategia publicitaria, sin embargo, no tiene precio, ya que produce el pasmo de sus contrincantes. Primero fue la candidatura de Pizarro. Ahora la bronca de Gallardón y Esperanza Aguirre. Después la extraña y supuesta ascensión de Botella al sillón de la alcaldía de Madrid. Ni ellos mismos saben lo que les depara esta situación de permanente incógnita, pero no cabe duda de que Rajoy, administrando sus silencios, seguirá regalando titulares hasta que cierre las listas. Es consciente de que mientras dure la intriga permanece su poder personal. Sabe que los conservadores no son ningunos angelitos. Que les gusta el bastón de mando como a un tonto un chupachup. En lugar de reunirse y elegir a su peña, se meten coces por debajo de la mesa. Y como expertos que son en poner cara de no haber roto un plato en su vida, aguardan a que el jefe tome cartas en el asunto. Para regocijo de sus detractores seguirán mordiéndose las canillas y repartiéndose estopa. Son los defectos de la democracia digital: un oloroso chanchullo de padre y muy señor mío.
A los votantes del PP, por otra parte, parece importarles una higa estas refriegas. Lo aseguran las últimas encuestas. Nos cuentan estos papeles que sus líderes pueden hacer lo que les venga en gana - y de hecho lo hacen - sin perder votos. Afirman, además, que los peperos gozan de una fidelidad electoral que para sí quisieran el resto. Creerse a pies juntillas este tipo de pesquisas y estos encargos trae a menudo frecuentes dolores de cabeza. Es al final, una vez que se cuentan los votos que se han depositado en las urnas, cuando se hacen cábalas y se extraen conclusiones más fiables. Ahora no conviene pecar de ingenuos. A nadie escandaliza que las maneras y las formas de los conservadores brillen por su intransigencia y menos a estas alturas - léase harturas -. Que sus diputados sean elegidos a dedo por su jefe resultará lamentable, pero no quiere decir que los demás, organizando congresos y generando incluso primarias, no acaben amañando los nombres detrás de la puerta. La verdad es que ningún partido político se arriesga a promover las listas abiertas. Los ciudadanos deberían de tener derecho a elegir a las personas, no sólo a las siglas. Hay políticos que todavía gozan de cierta credibilidad, o en su caso han sabido mantener una imagen más atractiva. Creer que todos ellos se encuentran bajo la misma bandera es fiarse demasiado de las apariencias. Hay personajes además cuya ambigüedad política les sitúa en cualquiera de los dos bloques mayoritarios y ahora que sólo las conductas generan diferencias visibles sería más esclarecedor poder marcar con un aspa a los individuos. |