Todos los regresos terminan siendo desagradables. Venir desde una zona ecuatorial, con más de 27 grados centígrados por la noche, y dar con tus huesos en una nevada, te quita las ganas de salir a la calle. Hoy he amanecido a las dos y pico de la tarde, lo que es un lujo en los tiempos que corren, pero me acosté de madrugada. Ya no es fruto del jet lag —del cambio horario— pues hay doce horas entre las Antípodas y la Europa mediterránea, parece más bien que mi cuerpo lleva encima un cansancio poderoso y que necesito quitármelo de encima a fuerza de pegarme a la piltra igual que una sabandija. De todos modos, tampoco empezó el retorno con buen pie. Nada más entrar en el patio de mi casa recibí una imagen similar a la que se genera durante un bombardeo aéreo. Sacos terreros y columnas de aluminio en los peldaños, junto a la puerta, impedían el acceso a los buzones, animando poco a meter la llave en la cerradura del portal. A los vecinos se les ha ocurrido emprender los arreglos de la techumbre del edificio y del patio de luces justo antes de tan entrañables fechas navideñas, para solaz de las visitas y para que los niños de la casa, con las próximas armas galácticas que reciban como regalo durante las fiestas, puedan sentirse en Afganistán.
    Tampoco es la primera vez que me deleita el vecindario con estos prodigios. A primeros de año, cuando volví del Sáhara —que ahora está revolucionado tras la victoriosa huelga de hambre de Aminatou Haidar—, me encontré con el panorama de que unos desaprensivos habían prendido fuego a las escaleras, así que no estoy descontento del todo porque podría haber sido peor. Regreso a un país sumergido en su tradicional crisis de confianza. Los hispanos sienten que todo está en pésimas condiciones y las felicitaciones de estos días se ceban en la prosperidad del 2010 con cierto recochineo, como si fuera imposible salir del bache económico y levantar un siglo de estos la cabeza.