No hay más que leer las propias páginas de la Expo, donde los voluntarios están que trinan, para darse cuenta de que el evento no resiste la embestida del calor ni tampoco la organización responde a las mínimas exigencias de calidad que reclamaría —en pleno uso de sus facultades— cualquier europeo durante este tipo de algaradas. Es lógico que aparezca entonces la picaresca, que la peña se desentienda de sus bonos de temporada prestándoselos a cualquier amigote y que los pillen en la puerta intentando dar el pego. Lo raro es que vengan las visitas desde Italia en sus utilitarios y pierdan la vida en nuestras carreteras más secas. ¿Cómo se atreven a venir en coche desde allí? La Nacional II es la vía más chunga para entrar en Aragonia. Si los jefes no reparan en los accesos por carretera es porque lo normal para ellos es venir en avión. Si es que vienen. Muchas veces no les queda más remedio que cumplir, venir al pasamanos o firmar en los pabellones, es parte del protocolo, pero después se piran a toda leche. Los abuelos de aquí, los que han comprado un pase de tres días y se han dado cuenta de que la Expo no es para ellos, les sobran dos entradas y no saben qué hacer con ellas. No las pueden devolver ni regalar, ¿se las comen? Al principio, cuando se estrenó el cachivache de la Expo, los jefes todavía respondieron a ciertas quejas. Ahora es inútil porque no dan abasto. Es un clamor que han vendido más boletos de los que puede sostener el tinglado. Habría sido más coherente que el Estado imprimiese bonos para sufragar el evento a que la masificación y la chicharra tiren para atrás a la clientela. Visto que no van a sombrear el recinto de Ranillas, que es imposible nebulizar el meandro y que no están dispuestos a permitir que se hagan reservas por medio de internet, por lo menos tendrían que repartir calmantes en los tornos. Mis condolencias también a los que compraron el bono nocturno porque los pabellones no abren por la noche, cuando se soporta mejor la sofoquina. Los mandamases de la Exposición se lavan las manos, el entuerto no da para más y se limitan a contabilizar a los visitantes. No dicen si han comprado el boleto para un día o para toda la gaita, simplemente cuentan entradas. Van ya medio millón de pasadas por el torno y una vez que estás dentro, tú mismo con tu mecanismo. Y luego afirman que el boca a boca es un éxito, por favor, seamos serios. El propio acalde no ha tenido más remedio que asumir que más allá de cuarenta mil personas en la sartén convierten la Expo en una fritada. No se le puede decir a la gente que venga en días laborables porque cada uno llega cuando puede o le viene en gana. Hay que estar preparado para cualquier eventualidad desde el mismo punto de llegada. Y la llegada es peor que un dolor de tetas. El aspecto que ofrece la estación de las Delicias, en su vertiente de la avenida de Madrid y en los alrededores, es lamentable. Y estoy hablando del lugar donde para el tren de alta velocidad, no de una pedanía. Tan sólo las visitas de alto copete, los Vips, llegan a Ranillas en coche oficial con aire acondicionado sin sufrir a pie todo el tránsito del secarral, bien sembrado de camiones y excavadoras bajo la soleada pasarela que se extiende hasta la telecabina. Quien quiera entrar andando desde las Delicias hasta el Pabellón Puente, encontrará en su sudoroso camino que los raquíticos girasoles y el tepes de hierba, recién estampado en el cemento, se secan al sol sin recibir una gota de agua. Si hay que esperar a que la naturaleza haga su trabajo, tendremos que aguardar años. Lo que resulta absurdo es que haya que esperar el mismo tiempo también para que las instituciones asuman su error, imprevisión y responsabilidades políticas. |