Esa familia tan singular
jueves 6 de agosto de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Ayer fue un día especial porque los príncipes presentaron en sociedad a sus hijas —las infantas Leonor y Sofía, dos inquietantes pedugas— que hicieron vivir a los periodistas del corazón momentos entrañables. «Saluda a estas personas», comentó el príncipe a su nena mayor señalando a los fotógrafos. Y la chiquilla, convertida por un segundo en aprendiz de Drew Barrymore, Hayden Panettiere o Christina Ricci—sólo el tiempo dictará si su personalidad concluye pareciéndose a la niña del exorcista —, levanta la manita y hace unos momos a los flashes. Su madre, la princesa de los telediarios, abandonó hace unos años el periodismo para terminar siendo elegida por Vanity Fair como una de las que mejor visten en el mundo y la abuela paterna, aunque se le vea el plumero en las biografías, donde a menudo roza lo carcamal, es tratada en la prensa seria —igual hay alguna más graciosa— como una magnífica profesional.
    Los reportajes de las regatas mallorquinas, mediante la aparición infantil, logran abrirse un hueco en los informativos y las tardes veraniegas de agosto se dejan morir con la revista Hola entre las manos, tomando un helado en cualquier terraza o instalados frente al ventilador del cuarto de estar. A todas luces salta a la vista que el príncipe está cada día que pasa mucho más crecidito: a la altura de las patillas, el heredero al trono, ya peina unas cuantas canas. Las ojeras son también muy contundentes, por no hablar de esa barba que intenta asomar a las siete de la tarde y nos regala un montón de puntos blancos. ¿Se han fijado en las entradas? Son tremendas. La monarquía ha perdido mucho, ya no es lo que era. Parece que fue ayer cuando correteaba este muchacho por los jardines de la Zarzuela y de pronto su papá le cogía de la mano para darle la misma orden: «saluda a estas personas, que quieren conocerte». Una fórmula coloquial para un instante mil veces preparado.
    La familia irreal, igual que los Adams o los Monster, vive en un hábitat muy singular. Desde su castillo o en los puestos deportivos, después de bajarse del yate, se dejan retratar por la plebe en una cegadora nube de instantáneas, pero  jamás  se alcanza  a comprender  si son  ellos  los que nos miran a nosotros como si fuésemos bichos raros o es justo al revés. Por eso resulta tan fascinante observar a las criaturas «reales» desde su más tierna infancia, ¿qué ven? ¿Qué bulle en sus cabecitas? Más tarde, cuando los profesionales de la imagen invadan su naturalidad, será muy difícil extraer conclusiones más simples. ¿Son así realmente o se lo hacen mirar? Quien pretenda obtener respuesta en los medios de comunicación convencionales lo lleva crudo. Nos cuentan a menudo que la información está en otra parte. Pero, ¿dónde? ¿Y también hay que saber inglés?
    Cuatro de cada diez ciudadanos de la península jamás se han conectado a internet. Lo más interesante de la última encuesta —hoy también viene una encuesta en los periódicos, así que merece la pena vivir una jornada tan emocionante como la actual— es que todavía estos analfabetos están vivos, circunstancia de la que cabe deducir un par de virtudes. Primera, y fundamental, que una ignorancia tecnológica de tan grueso calibre no conduce necesariamente a la muerte, como mucho a la atrofia informativa. Y segundo, que seis de cada diez se han asomado —al menos una vez— al vértigo que produce la red universal en nuestras molleras. El resultado es idéntico: no conlleva cambios sustanciales. Posiblemente, y de forma anecdótica, mediante el conocimiento de las nuevas herramientas cuatro señoras, antiguas ex de un mujeriego, han podido acordar en internet cómo le adherían los genitales al estómago mediante un pegamento de contacto. Es una magnífica derivación de lo que podemos lograr con la utilización de la tecnología más adecuada, aunque apenas es un ejemplo.
    La sociedad modifica sus hábitos y conductas, incluso las elites, de modo que tenemos la impresión de ir más deprisa pero no mucho más lejos. Si algo enseña la mirada de esa infanta que algún día será reina, es que aún existe una frontera invisible entre esa tropa que nos resulta tan familiar, y los profesionales que la retratan para consumo y holganza de las clases populares. Nadie conoce su destino de antemano y sin embargo esta niña está señalada para llevar en un futuro sobre el cráneo la corona de sus antecesores. Siempre será distinta, aunque nunca utilice internet.

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