Literariamente, lo más parecido a la adivinación es la escritura automática y desde luego no es infalible. Esta manera de escribir ni siquiera obliga a la sinceridad, con que parezca alucinatoria es suficiente. Lo comprendí en Ávila, donde la mística teresiana produce llagas gracias al cornezuelo del centeno y sociedades anónimas a fuerza de fundar conventos. No me extraña que a una monja le ofrezcan un doctorado en teología si se lo cobran después arrancándole un dedo, anillo incluido. Aún podemos contemplarlo en una vitrina, donde descansa como reclamo favoreciendo el propósito insano de vender reliquias. Que sea auténtico o de plástico a nadie espanta, lo esencial es que al verlo te dé grima, y lo consiguen sobradamente.
¿Moraleja? Escupir letras al buen tuntún sobre una cuartilla en blanco rara vez otorga otra visión que no sea la de arrepentimiento, así que conviene pensar dos veces lo que cuentas. Ser tan convincente es demasiado peligroso. Hay éxitos que encelan a media cristiandad y como todos quieren un recuerdo tuyo te trocean para hacerse un llavero. La carnicería y la repostería tampoco tienen buen maridaje. Me jalé un sabroso chuletón que se salía del plato y luego, para bajar el bolo alimenticio, tuve que fortalecer las pantorillas trepando durante horas por la muralla avulense. Triunfar cansa mucho y tiene un precio. Celebrar la existencia de un personaje admirable zampándote unas yemas, aunque sean de huevo hilado y al paladar estén exquisitas, es de muy mal gusto. Si no logras quitarte de la cabeza la cochina imagen del dedo de la santa, entras de lleno en lo paranormal. Ni al caudillo del Vaticano —el país más enano del planeta y la dictadura más antigua— le montan semejante jolgorio; otro asunto es que los católicos acepten sus palabras como llovidas del cielo.
El fundamentalismo es capaz de hacer milones de astillas de una sola cruz y al mismo tiempo amputar un cadáver de tal modo que aparezcan varios anulares de una misma mano en distintos lugares del globo. Este puntito «gore» no remuerde la conciencia de los curas, en cambio prestan excesiva atención a cómo pasan de moda sus ripios. Los frailes, en aras de modernizarse, crean versiones de sus liturgias. En la despedida de las misas, actualmente los fieles pueden optar por nuevas y sagaces réplicas, entre las que destaca el ya clásico aleluya al cuadrado. O dos veces aleluya, para los no iniciados en el argot. Disfrazado de novedad, igual que el regreso del latín, se trata de un esnobismo. Puro markétin gótico. Ocurre en muchas profesiones, así que tampoco es preocupante. La repetición de coletillas, en lugar de pensar, produce un habla mecánica y sin lógica de fondo, actitud que sin duda aportará ligereza a cualquier conversación pero que, en el dudoso supuesto de ser transcrita, colocaría de inmediato al lector en la tesitura de tomar oxígeno o arriesgarse a sufrir una embolia. No es ninguna sandez, se trata de hechos comprobados.
Hace dos décadas, los autores hispanos que presumían de estar en la onda iban armados con una grabadora. La escondían en cualquier parte con el propósito de apoderarse de un cacho de vida ajena y luego la clavaban sin ningún miramiento en sus páginas. Si osaban decirles algo al respecto, en vez de apocarse se venían arriba de tal modo que enarbolaban la cinta del diálogo, como si en lugar de literatura hubiesen publicado una entrevista o un reportaje. Tal era entonces la confusión de términos y los problemas de lateralidad que afectaban al gremio, que algunos consiguieron cierto éxito, así que nadie está curado de espanto ni puede ser considerado como infalible. La publicidad, en definitiva, es un mantra y lo único que demuestran tales argucias es que cualquier sujeto puede triunfar, sólo es cuestión de proponérselo.
Sumergidos en la podredumbre económica vemos como inevitable que se subvencione a gente que expone huesos y articulaciones o que diseca en pedazos a sus héroes particulares para vendernos figurillas. Gozamos de una ternura sin parangón y es coherente, tal y como vivimos, que terminemos sufragando a escote incluso los vicios de la usura. Al fin y al cabo, los bancos y demás entidades financieras son las lujosas catedrales del presente. Todos conocemos los santos que figuran en sus estampitas, ¿no es así? |