Privatizar los servicios públicos perjudica a la sociedad en su conjunto y sólo sirve para que un puñado de ladrones engorden su cuenta corriente. Cualquier cometido, manejado por cualquier gobierno, resulta más económico en teoría que si lo ejerce una empresa particular. Y digo en teoría porque los intereses personales de la casta política son tan ubicuos que pueden montar instituciones mixtas —y de hecho lo hacen— con el propósito clientelista de beneficiar a sus allegados, parientes y afines. Salvo estas excepciones, cada vez más palmarias, lo realmente público siempre es más barato y de mejor calidad que lo privado. Sobre todo cuando se ejerce sobre lo público el debido control social. Uno de los casos más evidentes se produce con la educación.
La privada, que ahora se denomina «concertada», nos cuesta un riñón. Los colegios católicos son subvencionados por el gobierno con soberbias millonadas y los padres que deciden llevar a sus churumbeles a estos centros pagan dos veces la factura (por la matrícula y por los impuestos). ¿No es absurdo? Respetando que las familias tienen derecho a elegir la educación de sus vástagos —faltaría más— lo coherente es que la paguen de sus bolsillos. Es ridículo que los demás contribuyamos económicamente a fomentar su capricho pero aún resulta más kafquiano que despidan maestros de la escuela pública para que el gobierno de turno pueda gastar un poco más en la concertada. Me parece un robo.
No me convence la enseñanza privada. Tampoco confío demasiado en la pública, y menos todavía en el engendro de la concertación, cuya falsa mezcla permite a la curia mantener su poder y sus intereses. A los partidarios de la escuela libre o de las aulas abiertas, estas batallas nos obligan a inclinar la balanza por un espacio que tampoco satisface las expectativas. No es la primera ocasión ni será la última. Viviendo en una democracia indirecta rara vez eliges lo que te interesa, de modo que te conformas con el mal menor. Y el peor de los daños, en este caso, es la escuela pública. Garantizar que los ciudadanos tienen derecho a una educación que, a tenor de los conocimientos adquiridos, los coloque en igualdad de condiciones frente al resto es, en principio, un proyecto asumible (aunque la práctica deje mucho que desear). A la privada este concepto de la igualdad le importa un pimiento, porque precisamente busca la diferencia, el status y la sinergia propias de cualquier negocio para favorecer las aptitudes según la posición social. A las aulas de enseñanza abierta, tan vilipendiadas en este país, les preocupa el desarrollo libre e integral de los individuos, por eso los gobiernos ponen tantas trabas y a menudo se niegan a reconocer la oficialidad de sus estudios.
El globo de la educación, en cuanto al profesorado se refiere, suele pinchar siempre por la zona de mayor conflicto: la interinidad en los puestos de trabajo. La aguda falta de interés, por parte de las administraciones, a la hora de cubrir plazas mediante funcionarios por oposición siempre coloca a los interinos en el ojo del huracán. Y en las comunidades autónomas gobernadas por el partido al que llaman «popular», que parece más interesado aún que los «socialistas» en favorecer a los colegios concertados, actualmente se despide en masa a los interinos y no cubren los huecos. El ahorro de sueldos produce una falla en la calidad de la enseñanza. A la vez que aumenta el ratio de alumnos se complica la vida profesional del profesorado, obligándole a impartir nuevas clases para suplir la carencia de plantilla. Esta actitud favorece la idea de que existe una escuela pía —religiosa y privada— y otra pública —impía por contraposición—, a la que puede tratarse con desprecio ni miramiento alguno. El resto de las posibilidades no existen, por supuesto.
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