Esponjarse
miércoles 4 de junio de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Tras el último motín en la cárcel de Zuera, la mega-alcaide de España, Mercedes Gallizo, se ha propuesto esponjarla. Desconozco si en el léxico penitenciario el verbo esponjar tiene alguna acepción lúmpen pero suena fatal. Doña Mercedes, cuyo pasado político en la izquierda radical no auguraba que llegase algún día a ejercer el nefasto título de carcelera del país, tiene un semblante cada vez más tristón y de profundas ojeras, señal de que no le mola el trabajo o que está a punto de tirar la toalla. Hay faenas que se lucen poco y queman un montón, al fin y al cabo no es plato de gusto putear a la peña, por muy delincuente que sea. La Merche heredó una prisión de lujo sueco, enorme y confortable, que se exhibió como lo más moderno en materia de trenas y que se vendió en esta tierra como si fuera un hotel de cuatro estrellas. Aquí, como en todas partes, no queríamos un calabozo gordo pero como era fetén y acabaría destinado a los presos de guante blanco nos lo tragamos hasta el garganchón. Ya se sabe que tenemos el gaznate hondo. Aquella cárcel de confeti acabó en lo que hoy es: un burruño incomprensible. Del caos mondo y lirondo, del abotijamiento de los condenados en las celdas, hemos llegado al motín del mes pasado y «felizmente resuelto». A juicio de la jefa, se saldó con leves lesiones y un mínimo empleo de la fuerza. Rozaduras, escorchones, pupas tontas. Es que a la gente guapa le desagrada tener que emplearse a fondo, prefieren la suavidad, que apenas araña la conciencia católica del sistema. Ocurre ahora que con la llegada de la Expo hay que recomponer el panorama. No se trata de abrillantar las instalaciones y repartir raciones extra de paella a los condenados, es que se vaticinan más robos y un alza en el número de delincuentes, así que doña Merche ha pillado la esponja con decisión para hacerles un hueco. Esponjar una cárcel supone desplazar a un número importante de presos a otro sitio, por ejemplo a Teixeiro, dejando en Zuera a unos mil seiscientos internos. Ahora no llegan a dos mil, pero ella lo desmiente. Le parece una barbaridad. Quien ha visto a la Merche en un piquete o subida a una silla para arengar a las masas, no acaba de creerse que una mujer así pueda ajustar la clavijas de una cárcel sin que le sobrevenga un mareo, una pesadilla nocturna o un descontrol epiléptico. Pero las personas, según pasa la vida, se someten a cambios tan imposibles que terminan generando atípicas carreras profesionales. A veces se tuerce el rumbo de tal modo que acaban defendiendo un escáner trifásico que no sirve para nada. Lo que tiene la tecnología punta es que muy pocos saben utilizarla y los que saben de verdad no están dispuestos a jugarse la vida en una cárcel por un sueldo de cuatro perras. Además, no se puede estar pasando a la peña por el trifásico alegremente, a no ser que te importe un bledo su salud y la de todos los funcionarios que le rodean. Así que para detectar un teléfono móvil, aunque se lo meta uno por el culo, hay que pillarlo al tentón y no apetece siempre liarse con estas menudencias. De modo que en las cárceles más chachis, como la de Zuera, que debe de ser el copón de la baraja, sigue entrando de todo. Sólo es cuestión de pagarlo. Mientras doña Merche aplica la esponja en la prisión, los jefes de la Expo hacen lo mismo en el meandro de Ranillas. Nadie comprende aún por qué se ha montado el berenjenal a ras mismo del río. Nadie entiende la falta de previsión de los arquitectos y delineantes de tan magno evento, más preocupados en crear un sucedáneo veneciano que en ser realistas. Nadie dice lo que cuesta achicar agua a pozales ni el precio final de la improvisación. Entre lo que se dijo que se iba a construir y lo que finalmente se ha levantado dista un mundo, pero si encima está pasado por agua ni te cuento la factura que nos espera. Es evidente que nadie va a dimitir, y menos a diez días ralos de inaugurar la noria, pero el espectáculo comienza a ser bochornoso.

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