De entre todas las celebraciones, la noche de san Juan desde siempre es la que peor fama tiene entre las gentes de orden. Les disgusta ver a la peña arracimada alrededor de unas fogatas a horas intempestivas, dando brincos por encima de las llamas, bailando sin ton ni son, jalándose unas chistorras y regando el gaznate con caldos de todo tipo. Jamás hubo razón para la holganza y mucho menos durante la recesión que vivivimos, siendo además al día siguiente una jornada laboral. No les mola ver a la plebe contenta sin razón ni sentido, como si fueran víctimas de un mal aire, les cabe la sospecha de que en cualquier instante se les podrían cruzar los cables y poseídos por el hipnótico fulgor de las brasas lo mismo prendían fuego al consistorio o a la delegación del gobierno. Por eso les cuesta una barbaridad conceder legalismos y papelajos para que ardan libremente las teas y cruzan los dedos para que el año que viene no se contagie la farra por todos los barrios, que cada año son más. Por si fuera poco, la fiesta que se organiza para celebrar la llegada del verano, todavía se trufa de supersticiones absurdas. Las clásicas triquiñuelas de la jerarquía católica, empecinada en arramblar con el paganismo a fuerza de bautizo, nunca ha logrado acabar con los amuletos y las hechicerías. Da la impresión que las hogueras de esta noche son el vestigio de un aquelarre popular, como si la danza de los diablos y las brujas se dibujara aún entre las sombras.
Pese a los años de silencio que impuso la dictadura, aún se mantiene en los corazones que todo es fruto de una mágica casualidad. Basta dar unos saltos entre las brasas o atarse una liga, no se necesita otra cosa que lavarse a la luz de la Luna, para que el año entrante se cumplan las esperanzas.Tampoco necesitamos que alguna divinidad interceda por nosotros, que ningún jefe nos proyecte al futuro o que ningún político recuerde su extracción social y maniobre con rectitud y justicia. De ahora en adelante, la vida nos irá mejor o peor si seguimos extraños preceptos. Ni siquiera nosotros, mediante el error o el acto premeditado, pintaremos gran cosa frente a la inmensidad del universo. Cada noche de san Juan abrazamos de nuevo el animismo y gozamos simplemente de estar vivos. Es el solsticio, la alucinación colectiva frente al magnífico poder cósmico de la naturaleza. Con la cera de unas velas dibujamos entonces sobre el agua de las fuentes, nos cruzamos con duendes y gatos, descubrimos flores en las higueras y a medianoche, bajo la cama, miraremos si está echando raíces alguna de las tres patatas que ahora mismo vamos a esconder. Resulta un delirio que, en esta época tan tecnológica, todavía se mantengan en pie los atavismos de nuestros antepasados. Al llegar a casa, oliendo a sagato y gurgute, cuando toda la inocencia de la noche se disuelva en la ducha —china chana— nos olvidaremos sin más ni más. Apenas nos daremos cuenta que hemos regresado de muy lejos, desde la infancia de la humanidad, cuando los amuletos eran lo mismo que ahora la virgen que lllevamos al cuello. |