Las gentes del PP comienzan a estar preocupadas con el movimiento que pide una democracia real. No se les ha ocurrido ni por un instante asumir las demandas, al revés, sus medios de incomunicación, durante los gestos de rebeldía frente a la junta electoral, calificaron a los acampados de estar manipulados por agentes socialistas, cuya pretensión no era otra que evitar la victoria conservadora a cualquier precio. El resultado desmiente por sí solo esta opción, pero en la sofoquina de los acontecimientos llegaron los socialistas a afirmar lo contrario, que los rebeldes estaban haciéndole el caldo gordo a la derecha. En cualquier caso, y lejos de escuchar, los políticos utilizaron las quejas como arma arrojadiza. El descrédito no cuajó, sólo sirvió para multiplicar los efectivos, así que tuvieron que recurrir al desprestigio. Los indignados se convirtieron entonces en un heterogéneo grupo de chiflados, utópicos, hippies, ingenuos, sociópatas, drogadictos, mendrugos y sucios desharrapados. Según viniera el piropo del PSOE o del PP, y de sus respectivos voceros, la sociedad que se había movilizado para cambiar el sistema político por una democracia más representativa, era denostada de una manera o de otra. Todavía lo hacen. Aún se resume esta mentalidad en el subyugante sinónimo de perroflautas que, en su momento, tampoco llegó a calar y al final, desbordando ya las expectativas, los más intolerantes afirmaron que las protestas estaban patrocinadas por los fanáticos de la kale borroka, una extraña mezcolanza de franciscanos y batasunos, bildus y etarras, un colectivo que al acabar las elecciones desaparecería del mapa. A los del PP, cuando algo les disgusta, en seguida lo adjetivan de terrorista. Mediante esta etiqueta evitan el diálogo, arrinconan los derechos sociales y justifican la represión. No se ocupan de resolver los conflictos sino que se sienten molestos con las reclamaciones.
El desprecio es el síntoma más patético de su arrogancia y su preocupación, desagradable en las formas, genera mayor inquietud en la sociedad civil porque augura nulos entendimientos. Las continuas intentonas de emborronar la protesta retrataron a la casta política, incluso fotografiaron el asco que sienten contra sus votantes aumentando así el hartazgo y la indignación. No hay más que revisar los resultados electorales para comprender la distancia que aleja a los elegidos de los electores. No sólo por la abstención, los votos nulos y en blanco, sino por la forma en que se reparte la tarta. Gracias a la Ley de D'Hondt, se construyen auténticas aberraciones en el sistema. Sobre todo en las localidades pequeñas, donde partidos que han obtenido casi el mismo número de votos logran sin embargo tres veces más concejales que el resto. Para favorecer la estabilidad del bipartidismo se crean absurdos que, al final, resultan muy rentables. Por cada voto, los partidos reciben del Estado cincuenta y cinco céntimos y por cada concejal, 277 euros. Haciendo cuentas, el PP engordará su saca con casi 12 millones de euros y el PSOE recibirá alrededor de 9 millones y medio. No está mal, ¿no? Y eso que estamos viviendo en una turbulenta época de crisis. No me extraña que la profesión de político tenga tantos adeptos. Aunque estés encausado por corrupción puedes presentarte a las elecciones, ganar de nuevo una poltrona y seguir viviendo del cuento. A esto lo llaman democracia y al que se queja lo acusan de tonto, de antisistema o de terrorista. No es que la autocrítica brille por su ausencia, es que nuestros representantes se sienten cómodos con la situación. Lo único que les desagrada es la tozudez de las acampadas, su persistencia les pone nerviosos. No en vano se han convertido en la oposición real, la alternativa, y los políticos, en vez de dar ejemplo y asumir las demandas, no dan su brazo a torcer. Siguen con sus juegos florales, sus pactos y sus entretenimientos. Ojos que no ven, corazón que no siente. |