Llevo unos cuantos días acostándome tarde. O metiéndome pronto en la cama pero sin conciliar el sueño hasta las mil. La razón son los libros. Me he enganchado a la lectura nocturna como fórmula de adormilamiento y resulta contraproducente. Si un libro te deja seco en unos minutos es que le falta garra para engancharte y si tira de tus neuronas restregándolas por el sofá estás perdido: no vas a entrar en fase REM hasta que, de puro agotamiento, caiga la lectura de tus manos. Para llegar a esta situación no hay género más adecuado que la novela negra. Es una opinión, además conviene no remachar siempre el mismo clavo porque termina aburriendo, pero un par de libros o tres activan el hipocampo.
Acabo de terminar «Cuando el rojo es negro», de Quiu Xialong, donde el autor nos relata cómo es la vida rutinaria en una ciudad enorme de la China actual—Sanghai— y por lo que nos describe en poco o en nada se diferencia de una urbe europea. En la aldea global ya no causan asombro los parecidos sino el exotismo, la sutileza y el detalle de lo que nos resulta muy original. La corrupción y la delincuencia campan a sus anchas y con suma facilidad se conectan con el poder político y económico, es un desastre internacional para el que parece no existir una vacuna. El argumento, sin embargo, no se ensambla en la denuncia. Cualquiera sabe de primera mano lo que ocurre en China de ahí que la crítica no conforme el fruto sino el jugo que se vierte al devorar la novela. El alimento intelectual entra así con suavidad y crea poso, genera una entretenida trama policiaca y dibuja un panorama desolador. Tres cuartos de lo mismo ocurre con «Los hombres que no amaban a las mujeres», de Stieg Larsson. La acción transcurre en Suecia y nos destripa el modo nórdico de convivencia de tal modo que encontramos un paisaje turbio, rancio y caduco, a años luz del mito social. Ambas novelas respiran curiosamente el mismo transfondo económico y en las dos puedes oler la podredumbre y la carroña desde dos perspectivas distintas.
Las dos piezas se venden a todo gas y de la segunda se ha levantado una película. Acabarán siendo «best-sellers», si no lo son ya. No está en mi ánimo hacer publicidad de los éxitos, simplemente me agrada que lo que está bien escrito acabe gustando y que los lectores, a parte de pasar un buen rato, comprendan que en todos sitios cuecen habas y —lo que me parece más importante— que siempre hay excepciones éticas muy atractivas, honestas y de enorme integridad. En las dos, los personajes femeninos gozan de un relieve hechizante y están caracterizados de tal manera que no es difícil mimetizarse.
Si recomiendo este par de libros es porque me parecen sintomáticos de la realidad que nos enferma. A fin de cuentas, darle al pico es muy sencillo y ser un revolucionario de salón resulta tan simple que causa escalofríos. Jugar a ser Mikael Blomkvist o ir por la vida como Lisbeth Salander, reflejarse en el inspector jefe Chen o comprender a Nube Blanca, su «pequeña secretaria», asienta en nuestra realidad arquetipos de una supervivencia más acorde con los tiempos en que vivimos. Los héroes actuales están solos y la épica de su auténtica pelea está sembrada de contradicciones internas. |