Ha llegado la hora de cortar banderitas con la tijera. Ayer estuvieron los jefes inaugurando obras, que se les da de perlas auque después, a la hora del discurso, sufran un «lapsus linguae» y se les vaya la olla. Es por el estrés, que los pobretes no dan abasto. Confunden el tren de cercanías con el de lejanías, ubican el centro de la ciudad en las afueras e inauguran un puente que pretende soportar el tránsito de casi treinta mil vehículos a la hora —algo absolutamente antiecológico— y sin embargo prohiben a los coches la circulación hasta que no acabe la Expo. Así es nuestra historia clínica. Se abre un puente con vocación de Tercer Milenio para que sólo se utilice a golpe de pantorrilla y cuando se use completamente será un monumento más al derroche de CO2. Hoy te quiero más que ayer pero menos que mañana. No me extraña que Greenpeace me mande una carta pidiéndome treinta euritos para continuar la lucha contra Endesa, que se ha propuesto cambiar el paisaje de la Patagonia montando tres centrales eléctricas al borde del mayor glaciar del mundo. Una cosa son los estados y otra muy distinta sus empresas. Las empresas fabrican lo que les viene en gana, todo vale si el parné se multiplica. La Expo está en Zaragoza para que se apareen los billetes de banco en las cuentas corrientes de los que mandan y la excusa es el desarrollo sostenible, el agua y la ecología del planeta. Es como la tortura de la gota china, que siempre te da en la frente. Lo que decimos y lo que hacemos apenas se corresponde, sólo la publicidad viene a lavar nuestras conciencias o a engañar nuestra cartera. En el Meandro de Ranillas se ha montado un maravilloso parque temático que pretende convertir la ciudad en lo que ya es, un crisol de razas y negocios. Cuando me preguntan si va a venir mucha gente por aquí en estos tres meses yo no sé muy bien qué contestar porque el 13% de los habitantes ya son de fuera. Como las Olimpiadas son en China y el fútbol en los Alpes, que se venga a hablar de agua en este secarral durante el mes de agosto tampoco me parece imposible. Los inquilinos de la «casita de chocolate», es decir, los de Naciones Unidas en la Casa Solans, están convencidos de que va a ser un éxito de crítica y de público. Apenas se siente a sus funcionarios, porque los de la ONU juegan siempre a la sombra, de modo que es muy posible que figuremos en los mapas. Y como esta gente es muy despierta de hecho han conseguido de la propia Expo que se comprometa a plantar un árbol por cada visitante que reciba en el recinto de Ranillas. Nadie sabe cuándo ni dónde, pero a tenor de las entradas que se han vendido ya habrá que contar los ejemplares por cientos de miles. Podrían empezar por el mismo meandro, pero sería una contradicción porque los árboles no son de cemento. A mí lo que me apasiona de todo este endiablado enjambre son precisamente las contradicciones. A los veterinarios, por ejemplo, se les ha dado un toque para que no se sobren con el papeo en los pabellones más extraños. Si alguien la palma por zamparse un sapo allá ellos. La idiosincrasia baturra no permite comer hormigas ni lagartos sin los preceptivos informes de salubridad, pero conviene hacer la vista gorda si los ilustres comensales asisten a un menú de degustación o las embajadas invitan a zamparse un bocata de serpientes a los delegados. No es lo mismo probar una comida exótica que venderla al público. Así es nuestra historia clínica, lo mismo se da manga ancha que se reparten palos. Mientras los extraños inversores de Gran Scala continúan especulando con el proyecto de los casinos en los Monegros, los reventones en el hospital Miguel Servet, al que los zaragozanos denominan parcamente como la Casa Grande, inundan ahora dos mil archivos y dejan chipiadas nuestras historias clínicas. El agua llegó hasta los tobillos de los enfermeros pero los jefes aseguran que ya está solucionado. O lo que es lo mismo, que no hay tiempo ni perras para más ñapas. |