Según cuenta la leyenda, el estupefaciente proyecto de Spyland ha ido pasando de mano en mano - desde 1996 - por Francia y los Emiratos Árabes hasta recalar en el desierto monegrino. La vasta industria del entretenimiento goza de muchos fans, gente ávida de emociones controladas y con un extraño afecto por el vértigo, de modo que siguen cuidadosamente los pasos de esta empresa norteamericana que anda buscando el emplazamiento más idóneo donde levantar un perifollo abracadabrante dedicado a la diversión del populacho. Yo no sé qué tiene Spyland, o la Gran Scala - como la llaman por aquí - que no tengan El Pocero, Gil o los Chicos del Guateque. La base del esquema pasa por construir a saco y donde les pete, así que necesitan mogollón de hectáreas para fabricar otro Macao, otro Las Vegas, otro chiringuito sucio, marrullero y blanqueador que haga de esfínter económico. Se trata no sólo de hacer un parque temático sobre el espionaje sino también la madre de todos los casinos, el padre de todos los campos de golf y el burdel más ancho de Europa. Es cierto que se nos han adelantado en Ciudad Real, pero Spyland es el copón bendito que nos llueve del cielo. Súper Biel, nuestro político bombón, el ubícuo e incombusttible vicepresidente del gobierno autonómo y a la vez concejal, en cuanto echó un vistazo al asunto se le iluminaron los dientes. Por eso se restriega ahora las pupilas ante el escepticismo baturro, llenando el silencio de hurras y apasionándonos a todos. El hombre trata de abrirnos los ojos ante el formidable negocio que, sin comerlo ni beberlo, se nos viene encima. Aunque sea encima de tan escabroso secarral. Estamos hablando de los Monegros, la tierra de la película «Jamón, Jamón». Un suelo de tomillos que surca una autovía cuyo mayor acierto es, a la altura de Poleñino, el fantasmagórico cruce del Meridiano 0, también llamado de Greenwich, en forma de arco.
¿Quién puede creerse esta patochada? Y de tragársela, ¿quién la puede defender? Sólo un hombre, sólo Biel.
Hasta allí, en el quinto pino, pino plantado y primorosamente regado por los lugareños, acuden anualmente millares de jóvenes a presenciar la Desert Festival, un megaconcierto de música electrónica, pastillas de colores y agua mineral. El resto de tan raro espectro turístico que opta por los Monegros se dedica al «mushing» (trineo con perros), monta en camello o se lanza por las dunas abordo de un quad. Los que se aficcionan al ultraligero, alquilan una cueva o juegan al bicibalón - los héroes del friquismo monegrino -, se han quedado de piedra ante el despiporre de «Gran Scala». Piensan que con dinero chufletes, porque lo difícil - a su juicio - es inventar de la nada un mundo propio y hacerlo funcionar. Es muy fácil construir una réplica de Las Vegas si hay pasta para ponerla en pie. ¿Pero la hay? Ésa es la gran pregunta. La sinergia montada alrededor del proyecto hace el papel de barómetro. De alguna forma está textando la acogida de tan singular producto. Una ciudad en mitad de la nada y sin embargo capaz de acoger a treinta millones de personas cada año no es ninguna tontería. Estamos hablando de uno de los pocos paisajes vírgenes que quedan en Europa, la estepa monegrina de finales del Mioceno, con sus ciento veinte especies de nuevos artrópodos. Que un político de alcurnia como el señor Biel salga a dar la jeta por la instalación de semejante guirigay en la comarca nos recuerda el triste bollo de Aramón en las pistas pirenaicas de esquí. Pero siempre se puede esperar al fracaso de una propuesta para dar nuevas ideas. Una de ellas podría ocultar hasta una base de la OTAN, ¿por qué no? En Aragón cualquier cosa es posible. Cualquiera menos una reserva natural. |