No hay una visión común de futuro y cuando la hay suele ser catastrofista. Embriagados por la sensación de que no llegamos a tiempo, a menudo no concebimos la magnitud de los errores que vamos cometiendo, justo los que después serán atribuidos a la fatalidad. Observamos los cambios con una mezcla de arrobo y pavor. Vemos las obras que pueblan la ciudad como un termitero y recordamos de pronto que estamos en un valle, donde el río que lo atraviesa ha ido construyendo un fabuloso colador. Vivimos sobre un queso de gruyère que siempre hemos cubierto de pasadizos y bodegas.
Valdespartera, por lo visto, se halla encima de un terreno propenso a las inundaciones y los hundimientos, circunstancia que no impide a los promotores seguir construyendo allí tan ricamente. El Colegio de Geólogos acaba de darse cuenta del peligro a petición de los vecinos. Se les viene encima todo el ferial pilarista y aquello será un sin vivir, es normal que el karma se les quede hecho un guiñapo y se pongan las pilas. Las reclamaciones vecinales suelen llegar tarde y a menudo coinciden con las inauguraciones, porque no es lo mismo cambiar de mesa un papel que agitar las conciencias. Entre una cosa y otra se levantan las primeras carpas de la fiesta y todo el mundo imagina ya el lago de Penélope Cruz convertido en océano.
Los agoreros aprovechan cualquier resquicio para crear allí una ficción. La ficción se adhiere al subconsciente colectivo con la fuerza de un pegamento de contacto y la broma se convierte en realidad. Es el poder de la mente. Y como tenemos la cabeza como un bombo sería normal que el lago diera lugar a pequeños ibones, a una gruta deliciosa para los espeleólogos e incluso alumbrara una albufera, así plantaríamos arroz. Qué puede surgir de un barrio dedicado a la bohemia del cine, ¿una Filmoteca? recrear la avenida de los Hermanos Marx al estilo clásico del Pueblo Español en Barcelona sería un dispendio.
¿Acaso flotaríamos unas goletas en la calle de la Batalla de Lepanto? ¿Y un Museo de Goya en su avenida? Si Valdespartera está marcado por el destino a ser un barrio temático debería fomentar su imaginación. Mantener despiertos a sus habitantes, ¿acaso no es un incentivo? Igual que las lavadoras no duran diez años, el urbanismo y hasta los edificios tienen fecha de caducidad. Los vecinos de Valdespartera tendrían que acostumbrarse a los ruidos de las norias y la pachanga general mediante algún disco compacto que recopile estridencias. Es cuestión de ir subiendo los decibelios hasta el 12 de octubre y cargarse de paz interior. No hay mal que cien años dure. Y como nada es para siempre nos despreocupamos de la solidez de los cimientos. Cuando una ciudad descansa en el vacío cualquier protesta es ridícula, suena egoísta o provoca la rechifla. Es el resultado de vivir en una ficción. |