La burundanga
lunes 3 de noviembre de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    A veces pienso que los periódicos están impregnados de burundanga y lo mismo debe ocurrir con las radios y las televisiones, porque repiten la misma cantinela de noticias a todas horas. Como si no se muriese nadie en el Congo, se ceban en la letanía de la recesión o en las elecciones norteamericanas, frivolizan el cóctel inoculando anuncios simplones y vuelven a la carga con el crack financiero, el fin de una era y el nombre y número de estados en los que Obama podría ganar, que me parece una inversión muy costosa para lograr que nos los aprendamos de memoria. Desconozco también si a través de las ondas hertzianas puede transportarse de manera cuántica la escopolamina, ya sea en forma líquida o gaseosa, y si han logrado pixelarla en pedacitos para diluirla dentro de la red en pequeños paquetes de información. Quién sabe incluso si la fotoelectricidad alzanza de forma sinuosa las antenas parabólicas anulando nuestras voluntades o si la burundanga, gracias al cable, el plasma y las TDT, lleva empapándonos durante años y no nos hemos dado ni cuenta. Da igual, porque aseguran las malas lenguas que el fenómeno de la burundanga es una leyenda urbana.
    El cloroformo, hace unas décadas, causó idéntico impacto. El malo aparecía en las películas con un pañuelo, nos lo endosaba en las napias a traición y en un instante te quedabas grogui. Entonces nos identificábamos con la víctima lo mismo que hacemos ahora. Nunca se me ocurrió acudir a la droguería con el propósito de comprar unos cuantos litros de tan diabólica sustancia, de imaginar la cara que pondría el dependiente se me quitaron las ganas. Tampoco pongo en duda la posibilidad de que el vecino de arriba, menos escrupuloso que un servidor, haya organizado en su despensa un laboratorio clandestino con el fin de conseguir atropina destilando belladona. Habiéndose quedado sin argumentos para convencer al resto de los propietarios sobre el auténtico perfil del dueño de la ortopedia, que a la postre es el presidente de la comunidad, igual está dispuesto a rociar la barandilla del edificio con burundanga momentos antes de la próxima reunión de vecinos. Sólo de esta manera podrá decirle a la cara que es un mangante y un caradura, y que lo que está montándose en el viejo taller no es otra cosa que un picadero. Pero elaborar un hipnógeno me parece una tarea demasiado compleja en comparación con ponerle una navaja al cuello o meterle cuatro galletas bien dadas. Aunque presenten daños colaterales, los métodos clásicos demuestran a diario un rendimiento fabuloso.
    ;Acojonar a alguien para que se deje tocar una teta o robarle la cartera es un delito tan viejo como el de acobardar a los tenderos del barrio para que apoquinen una pasta. La irrupción del cloroformo en la violencia supuso para los delincuentes una ganancia de tiempo, era una lata tener que dar explicaciones a la víctima. Si estabas con gripe igual no eras tan convincente y lo mismo te ocasionaba un esguince o te mordía una oreja. Estos imponderables lastraban las próximas actividades ilícitas del interfecto, que rara vez podía permitirse una baja laboral. Con la administración del cloroformo lo máximo que podían llevarse era un codazo en las costillas, y hasta la aparición de la burundanga no había medio mejor de darte el palo o vejarte hasta la náusea. Basta con ofrecer un caramelo o un pitillo, un bolígrafo o un periódico, incluso cualquier propaganda del buzón podría estar rociada de burundanga. No me explico todavía cómo las mafias rusas siguen usando polonio, con lo caro que es. La burundanga no deja rastros, sólo es cuestión de esperar un rato y la víctima se pone a tus pies. Como si le hubieras estado inyectando una publicidad subliminal durante años, en apenas un minuto la víctima obedece y cuando la droga se disipa no recuerda nada de nada. Se puede adquirir por internet a la casa Merck de Tijuana, en Méjico, al módico precio de quince dólares, pero seguramente se trata de una leyenda urbana. Como la crisis o lo de Obama.

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