La General Motors anuncia que no tiene un chavo para invertir en los Óscar de Hollywood, pero una hora de guerra en Irak le cuesta a los Estados Unidos más de once millones de dólares. ¿Qué parte de semejante fortuna va a manos de los accionistas de la GM? Oliver Stone, el famoso director, está vendiendo su próxima película— titulada «W»— donde pone a caer de un burro a Bush y a toda su parentela. Mientras Bush sigue en el poder, una docena de estados, de los más de cincuenta que componen los Estados Unidos, están al borde de la quiebra y en un par de años escasos tendrán que arrojar a sus funcionarios a la calle. Para la revista Time, sin embargo, esta simpleza es una chorrada. El gladiador de las aguas, Michael Phelps, es mucho más importante que cualquier otro asunto, por eso una foto suya ocupa la portada. La clase media norteamericana y europea no está viendo de cerca las orejas del lobo. ¿Será que el viejo circo de las olimpiadas todavía cumple su papel o que los malos rollos ya no impresionan a nadie?
Viendo la televisión y leyendo la prensa diaria parece todo tan simple que causa escalofríos. Me gustaría tener una bola de cristal para acceder a lo que realmente ocurre a espaldas de la población durante este largo verano, pero sólo puedo intuir que un extraño engendro se mueve por las cloacas desestabilizando el orden que mantiene al mundo en su órbita. Aún me asombra que salga el sol y llegue la noche sin que estallen las tapas de las alcantarillas bajo la presión de alguna nueva catástrofe. Musharraf, el tirano de Pakistán, el socio yanqui de toda la vida, obtiene la impunidad judicial mientras despega sus ancas de la poltrona y el país se sumerge en una violenta espiral de pronóstico imposible. Nadie se explica qué diantres hacen las tropas en Afganistán, a tan sólo unos kilómetros, ni por qué se atrincheran en los cuarteles los militares internacionales. Los generales franceses, sin ir demasiado lejos, tampoco comprenden la mentalidad de Sarkozy ni de su gobierno, que les metió en una constante guerra de guerrillas bajo bandera de la ONU. ¿Qué pintan las Naciones Unidas en este enjambre? ¿Es posible conseguir allí que cuaje algún tipo de estado o se trata precisamente de que no se logre jamás?
Con diez cadáveres sobre la mesa, el presidente galo tuvo que coger el avión y meter en cintura a sus tropas tras el atentado de ayer. Las fotografías de su visita relámpago, lejos de manifestar compasión, nos muestran a un jefe severo y distante, que recrimina la actitud de los soldados mediante una mirada de desprecio. ¿Qué está ocurriendo? Nunca fueron tantas las noticias ni tan terriblemente capciosas. Se ha tergiversado de tal modo la realidad que ofrece una insostenible versión entre buenos y malos. Las agencias de información siguen empecinadas en hablar de la guerra contra el terror, la política internacional adquiere así las trazas de una comedia sangrienta. Nadie puede creerse que las fuerzas de ocupación extranjeras deambulen por Afganistán para acabar con el régimen de los talibanes porque hace tiempo ya que terminaron con él. ¿Contra quiénes luchan pues estos soldados y quién paga a los que les atacan? ¿Dónde diablos se esconde ese malísimo llamado Bin Laden? ¿Al Qaeda existe de verdad o es, como nos cuentan las malas lenguas, un invento de la CIA? El periodismo se ha vuelto poco escrupuloso con la veracidad de los hechos. En lugar de información nos entrega literatura infantil. A nadie le interesa seguir la pista del dinero, ¿es más cómodo acaso vivir en una película de Batman? Nos hacen creer que un puñado de desgarramantas barbudos mantienen en jaque los intereses económicos de las grandes multinacionales. Estas empresas, en cambio, venden todo su material bélico con el beneplácito de sus gobiernos, que gozan de artilugios suficientes para saber por dónde entra y sale cada billete de banco y cada bala. |