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    De vez en cuando nos desayunamos con avances científicos. A falta de mejores noticias, los medios nos cuentan que la grasa parda —de abundantes mitocondrias—  podría devorar los michelines gracias a la orexina, una hormona que se produce en nuestros cocos. Durante años, los investigadores  habían llegado a la errónea conclusión de que  la grasa parda era un fenómeno similar a la ética o los sueños, materias que una vez pasada la infancia sólo  perviven en los ingenuos. Los adultos, y más aquellos que están de buen año, apenas disfrutan de grasa parda en su organismo y sus niveles de orexina son tan deficientes que aun comiendo la mitad engordan el doble. Miles de ratones de laboratorio echados a perder han demostrado ahora que si estimulamos la orexina de marras resulta que la grasa parda se zampa a la  corriente y moliente  más deprisa y de una manera más efectiva, así que en un futuro  todavía será posible ponerse ciego de paella y alumbrar a los congéneres con un chasis decente. 
 Los especuladores de precios en la industria de la alimentación  se  frotan las manos. ¿De qué  sirve acaparar toneladas de trigo si los compradores están a régimen? En la actualidad, la mayoría de los fármacos que consumen los gordos, e incluso los que opinan que lo están, se centran en reducir su apetito. Gracias al avance científico seguirán muriendo de hambre millones de personas pero el resto evitará el absurdo de continuar a dieta. Las farmacéuticas abrirán un nuevo negocio de medicamentos gracias a los doctores Dyan Sellayah y Preeti Bharaj, que estudiaron un montón de ratones —genéticamente modificados— a los que privaron por completo de orexina. Estos ratones, aunque apenas llenaban el gaznate, llegaron a pesar un huevo, circunstancia que  les inclinó a pensar que una ingesta excesiva no era la causa de su obesidad. Cualquiera sabe que si te pones hasta el culo de comer  sudas  como un cerdo, y no hace falta estar al sol. Pero estos ratones no disipaban el exceso de calorías  como hacen sus amigos, sino que la iban almacenando  en forma de grasa. O sea, que carecían de la termogénesis inducida por el consumo. Dándole vueltas a la olla y dejando para el arrastre a numerosos ejemplares, concluyeron estos doctores que  la grasa parda en  sujetos que carecen de orexina no se desarrolla correctamente durante la fase embrionaria. ¿Solución? Introducirla  en las células madre. De este modo se convierten en células de grasa parda,  y por lo tanto quemadoras de la grasa común.
 
 Las lorzas, los flotadores, mollas y michelines, las mantecas, las untuosidades, los pliegues, adornos, sebos y demás boyas, hasta que no cayó en mis manos esta  lectura científica en torno a  las adiposidades, eran para mí  tan pardas como las bestias y de hecho no había otra grasa que la  de siempre. Que  ahora nos enteremos de que existen dos modalidades  es un fenómeno tan incomprensible como el colesterol o las bajas presiones, pero ayuda lo indecible en la eterna disputa que la gente prieta de carnes se obstina en mantener contra la más mullida. El principal argumento que cae de nuevas sobre el escenario de la «discriminación por volumen» estriba en que el diametro de los individuos no es una cuestión de voracidad, sino  que durante la etapa fetal sufrieron una falta  de orexina. Visto que las células madre son la panacea, y como todo el mundo tiene derecho a agarrarse a un clavo ardiendo, cabe preguntar a los flacos si no van  sobrados de hormonas. Alguna verdad esconden cuando no se mueven del sitio, se endosan entre pecho y espalda unos bocadillos de infarto y sin embargo lucen un vientre tan liso como  una tabla de planchar.
 
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