Soy un firme creyente de los transportes públicos. Usar el autobús es una cuestión de fe, una religión. Mientras aguardo la llegada del autobús en la parada se me antoja el santo advenimiento - que no ha de tardar mucho, que ya está al caer -, y esta actitud adrenélgica me convierte durante la espera en un pelele. Pese a todo no renuncio al viaje en colectivo porque el transporte privado me ha parecido siempre de gente vaga o de señoritos. Los coches son un estorbo ruidoso y maloliente donde a menudo se desplaza tan solo el conductor. Provocan turbios atascos en la calzada y a la hora de aparcar les importa un bledo si los peatones encuentran un hueco entre los guardabarros para cambiar de acera. Da igual que achiquen el asfalto o impidan la circulación en los cascos viejos de las ciudades, da lo mismo que les quiten puntos o les cobren incluso por dejar el vehículo en la calle. Que el petróleo se agote y contamine, causa indiferencia entre los automovilistas. La prueba es que se siguen vendiendo coches como rosquillas y la excusa de fondo es que el transporte público no funciona o funciona mal. A mi juicio estamos frente al clásico ejemplo de la pescadilla que se muerde la cola.
De forma cíclica los conductores del autobús municipal colocan sobre la mesa, junto a sus peticiones laborales, todos los inconvenientes que condicionan la circulación vial, los problemas a los que se enfrentan a diario en su trabajo. Hay que tener los nervios muy bien templados para bregar con un acordeón entre las obras mientras los usuarios, generalmente en rebaño o viajando como sardinas en lata, terminan por exaltarse a cada frenazo y barritando para que les abran la puerta. Durante los momentos más delicados suelo ponerme en el lugar del conductor y sólo de pensarlo me tiemblan las canillas. ¿Qué haría yo si estuviera constantemente monitorizado por GPS? Si tuviera que estar pendiente del tráfico y a la vez de cobrar, ¿sería capaz de extender la rampilla de minusválidos a tiempo? ¿Atendería con presteza la voz de un inspector que de pronto irrumpiese por los altavoces de la cabina? O del inspector mismo, que se presenta libreta en mano. ¿Bajo qué premisas decidiría si sube o no sube el enésimo carrito de bebés? Y entre tanta preocupación, ¿no se me habría olvidado nunca abrir una puerta? O todavía peor, ¿no la habría cerrado a destiempo atrapando a una abuela? ¡Con el desprestigio que acarrea y esa conmoción tan especial que causa entre los viajeros...! Con esta responsabilidad a mis espaldas, en el caso de ser conductor de autobús y si no me hubiera volado la cabeza, hace años ya que estaría en huelga. |