La ignorancia como meta
miércoles 13 de julio de 2011
Sergio Plou
Artículos 2011

  Si venimos al mundo con algún extraño motivo no es otro que el de aprender. Otra cosa es que tengamos suficiente memoria como para recordarlo todo y poner los conocimientos en práctica. El nuevo pope del señor Pérez —al que he decidido nombrar por su primer apellido para no equivocarme con su gemelo, un tal don Mariano—, tiene como seña de identidad el burdo eslógan del «topalantismo», que está de moda entre el empresariado más innovador. La inventó el señor Delgado Ortiz, un tipo grueso y cejijunto, la última promesa de los negocios, que recibió un premio nacional de la juventud a primeros de mes. Al señor Pérez le cayó bien este hombre, cuya mentalidad es lanzarse al río de cabeza y que dios reparta suerte, porque en tiempos difíciles no cabe otra manera de hacer. De ahí que le robara la expresión, la hiciera suya y la arrojara después contra los micrófonos. El «topalantismo», sin embargo, no es ninguna novedad. Todo lo contrario, atarse los machos, arrear como se pueda, ceñirse el bozal, ajustarse el cinto y apretar los dientes resultan inseparables compañeros del ya clásico «todo para adelante». Con frecuencia, el «topalantismo» entraña masculinidad, valentía descerebrada y nula evaluación de los riesgos. Es sinónimo de «rumbo al precipicio».

  Comprendo que la brújula marque el camino de enmedio —la ruta de la desesperación— pero proyectar a la sociedad contra un muro de cemento parece un gesto excesivamente irónico como para tormarlo en consideración. Así que antes de sacar conclusiones precipitadas he indagado en la fórmula del brujo Delgado, comprobando que es un sujeto que triunfa en Mali gracias a un negocio de fitodepuración, que ha erradicado nada menos que el cólera y que ha reducido en tres cuartas partes la mortalidad infantil, y no salgo de mi asombro. Entre otras razones porque su ejemplo es inversamente proporcional a su deslumbrante teoría. Entre sus palabras mágicas destaco el estribillo que repite como un mantra: «o ganas o aprendes». Le he dado vueltas durante un rato y tengo la pinza hecha fosfatina. Considerar el aprendizaje como la salida natural del fracaso supone, para mi escaso juicio, que en el triunfo no existe siquiera el menor atisbo de curiosidad. Contemplar el estudio como un simil de la derrota significa que estamos condenados a ser unos mamelucos. O sea, a no ganar nunca. Porque pasarse la vida aprendiendo es síntoma de que eres un perdedor.

  A un empresario, y menos a uno que empieza, no le podemos exigir dominio alguno sobre la filosofía pura. En nuestro hábitat rara vez les exigimos nada, por eso sorprende un mengano que se dedica a los negocios y asegura que busca «la felicidad». Un objetivo tan simpático podría ser la consecuencia de ganar y por lo tanto de no aprender nada, llegando por vía contemplativa a la más absoluta de las ataraxias. Supongo que con 26 años uno se cansa de escuchar: «Y tú qué haces, ¿estudias o estudias?» El hecho de estar aprendiendo suena a castigo pero trabajar por el salario mínimo tampoco es ninguna bicoca. Tomarse la vida como un espontáneo, lanzarse al ruedo o salir por peteneras, son términos «retro». Nos transportan por el árbol genealógico hasta el viejo testamento de nuestros abuelos y bisabuelos, cuando la única circunstancia que la dictadura podía ofrecerles era la efímera aparición de una «oportunidad». Y a ella se aferraban como un clavo ardiendo.

  Este es el mensaje innovador que late tras las palabras del señor Pérez —candidato Pérez Rubalcaba—, cuando parodia al nuevo brujo del empresariado español: el mundo es grande, hagan las maletas.

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