Dentro de poco, si no ha ocurrido ya, la población tendrá que informarse de otra forma. Y no será por falta de medios. En la televisión y los periódicos convencionales, o en las radios de siempre, no encontraremos otra cosa que propaganda y publicidad. A mí, de hecho, me cuesta distinguirlas en los telediarios, que se han convertido en simples crucigramas. La industria del entretenimiento es muy tendenciosa y a medida que pase el tiempo lo será más. El periodismo de investigación constituye un subgénero cinematográfico —el documental—, aunque también sirve para dar cuerpo literario a las novelas. En pocas ocasiones desempeña un papel básico en la prensa y cuando ocurre se realiza de manera autónoma y vocacional, en plan free-lance. Si el reportaje no es «sostenible», es decir, si no se sostiene dentro de los parámetros establecidos por los dueños o los anunciantes, acabará durmiendo en un cajón. O, en el mejor de los casos, llegará a un público más reducido mediante la prensa alternativa. Por ejemplo, ningún periodista de los medios convencionales ha planteado que el certificado de nacimiento de Obama, presentado por la Casa Blanca, no sea auténtico sino una manipulación, y sin embargo cualquier profesional del diseño gráfico que use los últimos programas del clásico photoshop habrá advertido las cuatro o cinco trampas evidentes que encierra el documento. ¿Por qué? Siendo una opción tan sencilla, resulta chocante que no interese y en cambio se gasta tiempo en descubrir que un famoso se borró la lorza en una fotografía.
Hace unas décadas, los periodistas quedaban emplazados por su propia ética a contrastar las informaciones que obtenían antes de entregarlas a sus lectores, oyentes y espectadores, pero ahora la noticia se vierte tal y como sale del botijo. Y el botijo, la mayor parte de las veces, es de alguien. Sería una ingenuidad no sospechar de la integridad de las fuentes, a no ser que tengamos algún tipo de interés económico en que todo el mundo beba de ellas hasta emborracharse. Gracias a esta postura, los gobiernos se han convertido en palancas de información y al mismo tiempo en seguretas de las grandes corporaciones, ambos tienen sus propios analistas, que no sólo crean la noticia, también la manipulan y la venden. Es más, cuando se cuestionan no dudan en emplear los recursos disponibles para generar contrainformación y rebatir los argumentos críticos, pero rara vez demuestran que la noticia sea auténtica. Vivimos una época en que sólo puede comunicar un mensaje de máxima cobertura quien tiene la fuerza económica para hacerlo y, para colmo, el uso de tales medios garantiza su veracidad. Sobre todo en los Estados Unidos, donde todavía están en guerra (aunque nadie sepa contra quién y mucho menos la causa). El problema es que al estar en guerra, el senado norteamericano entrega poderes especiales a su presidente, que le autorizan entre otras cosas a invadir países y maniobrar como le venga en gana. Por lo tanto, Obama, haga lo que haga, actúa dentro de la legalidad de su país. Puede falsificar documentos o asegurar que ha matado a alguien, aunque haya desaparecido del mapa hace una década, da exactamente lo mismo. Y como da igual, su popularidad sube como la espuma.
Habrán adivinado que no soy de los que piensan que tenemos lo que nos merecemos. Al contrario, creo que los que dirigen el cotarro no se merecen la vida que llevan. Basta con sumergirse en las procelosas aguas del «libro de las jetas»—léase Facebook— para comprender que estamos cansados de malas noticias. Herramientas diseñadas para el entretenimiento y la frugalidad sustentan ahora una sobrecarga emotiva, donde el desahogo y la frustración generan incluso nuevos movimientos sociales y hasta políticos. La peña está tan acostumbrada a noticias sosainas y descafeinadas, que prefiere que le mientan o que le cuenten un chiste a que le enseñen una manifestación en Portugal y pueda contemplar con sus propios ojos cómo la policía dispara balas de verdad contra los manifestantes. Y no una ni dos, sino docenas de tiros. Tampoco es un plato de gusto ver a los profesores griegos de primaria entrando a saco en la televisión estatal para decirle a los telespectadores lo que todo el mundo sabe: que las escuelas se caen a pedazos, que los gobernantes son unos delincuentes y que la democracia es una broma. Resulta desagradable leer que todas las empresas españolas que cotizan en la bolsa tienen sede en los paraísos fiscales, que los bancos españoles ganan una fortuna con las armas o que la policía de Bahrein va violando a niñas entre doce y quince años en los colegios. A mí tampoco me agradan estas informaciones pero si no salen a la luz llegaremos a creer un día que estas cosas no ocurren. |