No hay nada como morirse para que desaparezcan los puntos negros de la cara. Estirar la pata es el lifting definitivo, el rejuvenecimiento final del cutis, el blanco España. La necrólogica es la biografía falsa del cadáver, su autopsia más caritativa. Cuanto más fresco está el fiambre menos se le notan las imperfecciones y a medida que se va descomponiendo termina por oler. Entonces aparecen los mensajeros de las revistas amarillas y los buitres de la herencia, y en el supuesto de no quedar nada se trocean los restos en cachitos finos para amortizar con ellos los gastos del funeral. Todo se andará. Mientras llega ese instante, dibujan en su esquela tantas virtudes y brillan de tal manera las acciones del difunto, que se congelan en el imaginario colectivo sus momentos más álgidos. Escribo de Michael Jackson, por supuesto, el bailarín que cantaba —o el cantante que bailó— cuyo personaje todavía da la impresión de elevarse un centímetro del suelo en mi memoria y patinar allí de manera epiléptica, asincopada, robótica, electrizando a generaciones enteras bajo un ritmo convulso. Tras esa estela se precipita su imagen bajo el contorno de una piel desgarrada. Emergiendo igual que un zombi desde su tumba y dando saltitos por el decorado de un cementerio, supo encumbrarse al estrellato creando un rabioso videoclip de irrepetible factura. Estaba en el cénit. Había hecho cumbre. Tocaba el cielo del triunfo y desde las alturas, por lo que cuentan los amos, tan sólo le restó aprender a mantenerse en el machito y soltar la rienda. Dejarse ir al otro lado del espejo, desaparecer de la vida pública de una forma elegante, resulta complejo para cualquier artista, y éste en particular se metió en tales vericuetos que al final no le acompañó otra cosa que el escándalo y el morbazo. Sumergido en el carrusel de su propia noria, cabalgando en el tiovivo infantil de una mansión gigantesca, llegó a ser acusado de pedofilia, acabó debiendo millones de dólares y anunció, para salvar el bache económico, montones de conciertos que nunca realizará. Tras su muerte sólo queda el rumor, y como afirma Liza Minelli, cuando conozcamos su autopsia se armará la de dios. Lógico, alrededor de la fama crece siempre el chismorreo. La distancia entre el ídolo y sus paisanos es tan formidable que nunca se reduce. De hecho, se construye así una leyenda para que jamás podamos comprenderla. Es parte del negocio. Los héroes actuales parecen jarrones de cristal, por eso se pasean rodeados de guardaespaldas. En comparación con los mitos del pasado, que afirmaban tener ideas y valores, los de hoy tan sólo tienen algo turbio que llevarse a la fosa, una oscuridad por la que se paga un pastón en la prensa rosa. Por eso nos vamos enterando a cuenta gotas de que le pegaba al demerol, que es un narcótico, y que se lo suministraba a domicilio su médico de cabecera. Vaya usted a saber cuál es la causa, la razón por la que inyectaban al artista opiodes sintéticos. La verdad es lo de menos, lo importante es mantener la intriga. |