Si los organizadores pretendían demostrar que falta agua en el mundo, lo han conseguido. El pasado sábado tuve la oportunidad desgraciada de acercarme a Ranillas y todavía me estoy recuperando psicológicamente del esfuerzo. La Expo no está preparada para la sofoquina veraniega, tampoco para una crecida del río o una fuerte soplada del cierzo, ni siquiera aguanta la masificación que este tipo de juergas necesita para pagar después la factura. El sábado no había bocatas en los kioskos, el agua se terminó en las máquinas y, para rayar la locura, la organización agotó las hojas de reclamaciones. Los voluntarios se están comiendo todo el marrón, y no es justo. A los voluntarios que sobrevivan a la insolación tendrían que concederles la nacionalidad española de manera automática y a los que son de la tierra, garantizarles de algún modo un taburete a la derecha de su dios padre, porque sin ellos el calvario de las colas sería más grave (si es posible alcanzar tal grado en la escala). El «fast-pass» resulta un engañabobos. En la era de internet, que no pueda accederse desde la red a la reserva en los pabellones dice mucho de la organización internacional de don Roque, el jefe del sarao. Antes de las once de la mañana me puse en una de las largas filas del tótem y me dieron hora para visitar el acuario a las nueve de la noche. No podía reservar ningún otro pabellón hasta que no pasara por el acuario, así que ya me dirán de qué sirve anticiparse. Además, las filas del acuario a las nueve de la noche eran apocalípticas. Los mandamases del evento aguardaban con expectación la llegada de las gentes de mediana edad. Cualquiera con dos dedos de frente comprendería que el pasado sábado era la jornada de la avalancha. El fin de mes empieza para la clase media el día 20, y en muchos casos incluso antes, así que es muy socorrido pasar las jornadas hasta el día 1 visitando pabellones con el bocata bajo el brazo. Quienes compraron el pase de temporada acudieron el sábado con esa mentalidad, y se encontraron con un bochorno de aúpa, escasísimas sombras donde refugiarse y sin fuentes. La Expo tendría que ser un vergel, un oasis del agua en el planeta. Tendrían que instalar nebulizadores a porrillo, enormes fuentes y patios árabes, colgar de los puentes y balcones multitud de esparragueras, geranios, aptemias y parras, o por lo menos toldos. Si querían hacer un desierto de losas, la verdad es que se han lucido. No sé cuántas personas se torcerán los tobillos en las maderas mal atornilladas al suelo, pero en la plaza de los Sonidos y en el puente de la Estación Delicias camino de la telecabina, cuyo ascensor no funciona, es fácil lograr una luxación. Desconozco cúantos se habrán abierto la mollera en las múltiples baldosas que bailan y asoman los cantos por todo Ranillas, aunque es cuestión de ir contando las demandas que reciba el consistorio desde los juzgados. A mi entender falta un juzgado de guardia en el recinto, igual funcionaba mejor así que pidiendo las inexistentes hojas de reclamaciones. El mayor placer del visitante estriba en descalzarse y meter sus magullados pies en la charca frente al acuario, cuya cascada funciona cuando le viene gana. El resto del tiempo te lo pasas deambulando entre las filas para acabar sintiéndote perdido, agotado y sediento: el mensaje social del meandro se evapora en sudor. Nuestros abuelos lo tienen crudo y la gente en silla de ruedas no logra ver más allá de los muslos ajenos. La Expo no sólo es insostenible y desarrollista, sino también un reflejo triste del mundo exterior: muchedumbre y agobio, frustración y sobaco. Tal y como está «organizado» el evento requiere grandes dosis de paciencia y mucho patriotismo barato para defenderlo fuera. Menos mal que la gente es muy agradecida en general y su nivel de satisfacción se mide en escalas bajas. Es ridículo, por ejemplo, subir las veintidós plantas de la Torre del Agua para encontrarse en la cúspide un chiringuito de mala muerte. Alimentar la trotada de pisos rumbo al «Nube Bar» y toparse en la cima con una tasca monda y lironda es muy lamentable. El futurismo de la modernidad exige que allá arriba te encuentres, por lo menos, un garito al estilo Manrique, en plan lanzaroteño, con sus helechos colgando y sus sofás de diseño, y su gran clavada por tomarte una zarzaparrilla. Lo que quieran, que la imaginación es ancha, pero nunca lo que hay. La Expo decepciona y no sólo porque esté sin terminar, también porque las novedades son de alpargata. En el acuario se nota mucho el poliéster en la decoración, y comparado con la Caixa Fórum de Barcelona se queda en una pecera de andar por casa. Los que hayan viajado poco igual se asombran, pero en una muestra internacional hay que estar a la última o resultará decepcionante. |