La opinión
martes 8 de enero de 2007
© Sergio Plou
Artículos 2007

    Uno de los mayores halagos recibidos pivota en torno a una pregunta simple: ¿Te pasa algo en la boca? Esta interrogación me indujo a pensar. Ni hacía gárgaras ni sufría una dislalia, sencillamente no se entendían mis palabras. Mi vocabulario era demasiado... ¿esponjoso? Me había esmerado tanto en las metáforas y en los giros (para encriptar mis discrepancias) que ni siquiera los más próximos a mi forma de pensar eran capaces de interpretar mi posición ante dilemas cotidianos. ¿Cuál era la causa?
    Por cada artículo publicado guardo dos o incluso tres sin publicar. Entre los centenares que pueblan este archivo todavía se observa la tendencia a emborronar la opinión con la esperanza de hacerla incomprensible. La racha más seria, la más redicha, produce una mayor alucinación en el lector y no he querido hurtarla al deleite de los aventureros. Lo que no me apetece es editar aquí la caterva de los desechados, hubiera sido divertido pero el documentalismo agota en exceso.
    Todavía recuerdo el anónimo amenzante que recibí por correo y me dejó el careto del color de la tiza, en cuyas líneas se me conminaba telegráficamente a deponer la actitud. No sé cual, pero me dio de lleno. Mi hermano mediano no pudo aguantar el secreto que se llevaba entre manos con el pequeño y al ver las cábalas que me hacía con el anónimo entre las manos descubrí que se trataba de una broma. Aunque me tragué la muerte, al recuperar la compostura comprendí por un momento que había tenido el placer de sentir en mis propias carnes todo un clásico: el éxito del perseguido.
    Para un lector habitual de periódicos llegar a publicar unas letras en uno de ellos, aunque sean las de un anuncio, produce tal subidón que si no te agarras a las cortinas acabas estampándote en el techo. Si alguna vez escribiste una carta al director y sobrevino la dicha de verla impresa en el diario, sabrás lo que se siente aproximadamente al colocar un artículo entero.
    Intento guardar esa emoción como oro en paño. Conviene llevar la cuenta de tus levitaciones para no terminar flotando como un globo de gas. Recordar el sonrojo, la aceleración del pulso e incluso el tembleque que me poseyó al ver mi nombre por primera vez tintado en letras de molde, aún me sirve de antídoto a la vanidad. Y a los inevitables bajones. Eran otros tiempos. La linotipia, la teja y el cajetín estaban dando sus últimas boqueadas, no te digo más. El oficio de colaborador, figura enternecedora donde las haya, era un carrusel que se regía por atmósferas. A mayor atmósfera, menos publicaciones. Nunca supe de dónde venía la presión. Me regía por intuiciones. ¿Si escribo sobre este asunto, me lo publicarán? De la misma forma que escribir en los diarios otorgaba la agilidad de un astronauta en la Luna, dejar de hacerlo engordaba de golpe una barbaridad y el desenlace te arrastraba por el suelo igual que se movería —de sobrevivir al intento— un reptil por la superficie de Venus. Si alguna vez te han publicado una carta al director, y la siguiente que mandas con toda tu ilusión se pierde en cualquier papelera, sabrás de lo que estoy hablando.
     Las erratas, las mutilaciones, las repeticiones incluso, llegaron después de haberme hecho un hueco entre los que se disputaban un cacho de papel reciclado. Ya era tarde.  Todavía desconozco si me quemé o me prendieron fuego con el paso del tiempo, en cualquier caso tuve la suerte de estar en el momento idóneo y de vivir una época que pude describir casi a diario, al menos en ciertas temporadas. Nadie nace aprendido y quien crea que ya está de vuelta, la vida se encargará de sacarle de su error.

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