El clero se está poniendo imposible en Asia profunda. Millares de sujetos descalzos, rapados al cero y cubiertos con túnicas del color del azafrán siembran de cánticos las calles de Rangún, la antigua capital de Myanmar, que desde siempre se ha conocido como Birmania. Es imposible disimular las ganas de tirar abajo la dictadura militar que dirige con mano obtusa el general Than Shwe. Ver a los monjes budistas en procesión pidiendo respeto a gritos es un asunto grave pero frecuente desde el verano, cuando el gobierno subió el precio del combustible cinco veces su valor. El contraste de un pueblo sumido en la miseria y el analfabetismo frente a los hábitos de lujo y excentricidad, los que gozan los príncipes armados de la corrupta Junta Militar, abrió una sima en los cerebros faltos de azúcar y se reprodujo una vez más el abismo de los que no tienen nada que perder. No hay comida. No hay honor. La insensata búsqueda de lo honorable conduce a la relación entre los extremos del pensamiento. Política y religión deberían caminar por senderos muy diferentes. Sin embargo, los monjes acaban por buscar un enlace con su ilusión más terrenal y la encuentran en forma de símbolo. El símbolo que le ha salido como un grano al general Than Shwe sigue resistiendo a la extirpación. No puede fusilarse a un premio nobel de la paz sin que el mundo se te eche al cuello. O al menos eso debe creer el general cuando no se ha llevado por delante todavía a la mujer que ganó las elecciones, Aung San Suu Kyi. La mantenía en formol, bajo la forma de arresto domiciliario, hasta que ordenó devolverla a la trena. Los monjes de cabeza pelada se pusieron a buscarla, ella les salió al encuentro desde la puerta de casa y comenzó la traca. El ejército birmano tiene la mirilla suelta y la porra larga. En acción resulta escalofriante. Dicen que juega a su favor que la sangre no se nota sobre un hábito encarnado, por eso las manifestaciones en Rangún ponen los pelos como escarpias.