La tasca global
lunes 22 de junio de 2009
© Sergio Plou
Artículos 2009

    Hace unos meses que mandé una carta a la Zarzuela para que hicieran el favor de empaquetarme al Rey en una caja, franquearan el envoltorio con sus propios sellos y lo largasen hasta las antípodas. Nadie contestó, de modo que el silencio administrativo —como tengo a gala considerar— fue positivo. Siempre lo es, aunque la ley mantenga lo contrario. La prueba es que ahora tengo a mi funcionario favorito abriéndome camino en Nueva Zelanda, donde le mete al kava mientras observa cómo brincan los maoríes. Nunca hay que dar ideas. Las cartas —y el correo electrónico no deja de ser una versión minimalista de las cartas de antaño— tienen una aguda tendencia a convertirse en encuestas. La administración, da igual que sea pública o privada (porque hoy apenas se distinguen), coge las cartas, las envía a la papelera de reciclaje y a modo de contestación fabrica con ellas nuevas preguntas. Ni son sordos ni marean la perdiz, lo utilizan todo en su propio beneficio. De la misma manera que nos pasamos la vida recortando códigos de barras de las cajetillas de tabaco, e incluso de las cajas de leche, creemos en el cuento de que Hacienda somos todos y al final —como somos todos— pueden hacer con la hucha lo que les dé la gana, desde ayudar a los banqueros con unos trilloncitos hasta mandar al monarca a Auckland, a ver si se atreve el abuelo con el «bunjing jump». Los astrónomos ya han confirmado que este verano tampoco tendremos la oportunidad de contemplar en los cielos a Marte, y menos tan grande como la Luna, que es un bluf, un tongo, una chorrada que circula desde hace seis años por internet, pero que si enfocamos el telescopio hacia Nueva Zelanda, lo mismo apreciamos si engorda o adelgaza el michelín del más insigne de nuestros servidores públicos. No es lo mismo, pero ahora que el turismo peninsular está bajo mínimos y mengua la crisis igual nos conviene seguir su ejemplo y explorar otras latitudes. O sencillamente hacer el petate y emigrar a la Polinesia. La aldea global es tan ancha que empieza en Guantánamo y acaba en las islas Palaos, muy cerca de donde está el Rey en estos instantes. Mientras Obama mata moscas en América y de paso coloca a los presos en las antípodas, la encuesta de población activa —la más famosa de las notas que emite la administración contra sus amados contribuyentes— indica que los jóvenes de Hispania no sólo pierden sus trabajos sino que otra vez han vuelto a casa con sus papis, con lo bien que estarían con el Rey, labrándose un porvenir en el mar de Tasmania o dándole al insecticida en el despacho oval. Las últimas encuestas preguntan a la chavalada si estaría dispuesta a trabajar «by the face» (vulgo, por el morro) durante un mes entero, como si no es lo que hubiesen estado haciendo hasta ahora. Lo gordo es que responden que sí, porque la esperanza es lo último que se pierde, aunque de sobras saben que los tangarán pra cutio si les dejan. Estas criaturas, entre los dieciocho y la jubilación (que la plantilla penínsular es pirolítica cuando hablan de la juventud), todavía sienten que Arcosur es la última frontera. Necesitan hacerse con una casa a cualquier precio, les da igual dónde y de qué manera, lo único que quieren es trabajar. Por eso la maquinaria del Estado está tanteando el terreno de la siguiente reforma laboral y maneja cifras de 500 € como salario, lo que haga falta para amortizar la sangría bancaria. Es como si la realidad se hubiera empeñado en llevar la contraria a la ministra de cultura, que acaba de soltar que «no somos todos igual que Enjuto Mojamuto». Sin embargo nos obligan a pedir hora por internet hasta para ir al médico. Da lo mismo que hayamos ingerido por equivocación un cepillo de dientes o que Aznar pretenda regresar a la vida política, la aldea global se ha convertido en una tasca. Y esto ya no lo arregla nadie.

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