Circula estos días por internet un concienzudo artículo que contrasta las economías de ciertos países con las cuentas corrientes de millonarios muy famosos. Resulta estimulante observar que ciertos individuos manejan una pasta semejante al producto interior bruto de la Guyana o que si les diera la gana podrían comprar las Honduras, incluídos sus dos presidentes, el de pega y el auténtico, aunque prácticamente sea complejo diferenciar cuál es el más mastuerzo. La realidad es mucho más retorcida de lo que somos capaces de apreciar a primera vista. Creemos que la vida se dibuja en las tres dimensiones ordinarias y sin embargo, por lo que cuentan los físicos teóricos, existen once dimensiones en el universo, aunque nadie las haya visto, de tan escondidas que están en pliegues microscópicos. La televisión, en cambio, sigue siendo plana. Lo mismo es de plasma que de leucocitos, pero siempre nos muestra una realidad pobre y engañosa, con imágenes brillantes o pixeladas, pero en las clásicas dos dimensiones de los viejos receptores de tubo o los más antiguos de lámparas.
Ahora que nos hemos gastado los cuartos en adquirir la TDT, avisan de que el año que viene aparecerán en el mercado de los electrodomésticos las nuevas teles en tres dimensiones. Y no se refieren a los aparatos sino a las estampas que proyectarán dentro de ellas. Las cajas de trovadores, que así califica Jean Reno a los televisores en la película «Los visitantes», han ido evolucionando su tecnología rápidamente en unas décadas a la vez que van empobreciendo contenidos y llenando de anuncios su parrilla, pero nunca han podido dar el salto hacia las tres dimensiones. Ahora nos venden un producto de estas características pero se trata de un truco idéntico al de las salas cinematográficas que proyectan en Imax. Resumido en dos palabras: necesitaremos gafas.
Los ciudadanos que habitualmente van por la vida con gafas, porque no les gustan las lentillas o bien se resisten a pasar por el quirófano, tendrán que colgarse de las suyas un par nuevo, y sólo con el estúpido propósito de ver la televisión, así que no compensará demasiado el engorro. Los amos del negocio rascaron lo imposible para intentar que las nuevas teles se pudieran contemplar sin gafas, pero durante las pruebas consiguieron provocar en los espectadores el estrabismo y la migraña, que no venden mucho en la industria del entretenimiento. Así que el próximo año saldrán a la calle las teles en 3D con sus gafas correspondientes.
Que la gente pierda un ojo o se quede ciega importa poco a la hora de hacer caja, pero existe un problema añadido de carácter económico que es más difícil de solventar y no me refiero al precio de los cachivaches. Una tele en tres dimensiones ocupa en la TDT el espacio de dos canales, de modo que las sociedades anónimas que viven del cuento de la tele , si quieren emitir en ese formato, estarán obligados a consumir dos cadenas completas. Renunciar a la mitad de los beneficios que riegan los anuncios es un mal chollo, de modo que este modelo de televisión se irá abriendo camino lentamente y no por las bravas. Necesitará de tiempo y dinero a espuertas, de modo que no hagan el ridículo comprándose otro receptor. Ver a la mujer del tiempo en tres falsas dimensiones no merece la pena y dentro de cinco años, a lo más tardar, aparecerán los hologramas. Con los hologramas será igual que ir al teatro, sólo que el teatro aparecerá de repente en el cuarto de estar y en una década escasa los japoneses le implantarán un apósito y podrá acostarse virtualmente con quien le dé la real gana; cuenta la leyenda que la industria del porno está avanzando una barbaridad. El único problema de todo este enjambre tecnológico es que seguirá siendo ficticio. Nadie saldrá de pobre y los multimillonarios, estos fantásticos individuos que no necesitan gafas para comprar una isla en las Bahamas y cuyo producto interior bruto será siempre más bruto que el del resto de la humanidad, no perderán su tiempo con estas chorradas. |