Desde que tengo uso de razón —y sin llegar a aclararme todavía sobre el significado concreto de lo que significa utilizar algo tan extraño como el simple discurrir del entendimiento— observo atónito que un número nada desdeñable de individuos, en su mayoría hombres, suelen hablar consigo mismos. A este asombroso fenómeno, al menos teatralmente hablando, se le denomina monólogo interno y en raras ocasiones se verbaliza, porque constituye la base del pensamiento, el carácter de un personaje. O dicho de otro modo, es lo que circula por su cabeza a la hora de acometer una acción.
Nadie va pregonándose en voz alta y a sí mismo lo que piensa, salvo que en su monólogo interno se haya roto un tornillo o necesite oírse decir algún ripio subyugante. Hay personas tan proclives a la autocháchara que, notando la ausencia de un entrenador o incluso de un mánager, se convierten de pronto en sus mejores hinchas y animadores. Los vemos someterse a tal oleaje de inquietud, les bulle la adrenalina de forma tan densa y fogosa, que acaban poseídos, soltando injurias y palabrotas con el fin de meterse caña, como si un coronel les estuviera arengando desde lo más hondo del colodrillo. Nos parece un comportamiento tan propio que nos resulta gozoso verlos llegar al éxtasis. Al hecho de que adquieran de pronto la cualidad de comerse el mundo lo denominamos afán de superación, aunque el resultado sea inversamente proporcional al suceso más que probable de hallar estampados sus dientes contra cualquier esquina.
Algunos sociólogos atribuyen esta conducta a tiempos pretéritos, cuando los seres humanos apenas se mantenían en pie, y era tal su soledad y su penuria que veían dioses por todas partes. Ahora, mediante la ingesta de algún medicamento o el abuso de ciertas sustancias, los sujetos consiguen llegar al mismo delirio, pero este tipo de alteraciones de la conciencia no duran más de lo que tarda en diluirse cualquier sopa en la sangre. Lo guay es caer en trance de forma natural, sin que te cueste un céntimo. Y sin embargo no está bien visto cuando ocurre sin excusa.
Miramos de reojo al que canturrea en el autobús, para cerciorarnos de si lleva puestos los auriculares del mp3 o es que sencillamente se va de la olla. Una cosa es estar sumido en tus propios pensamientos y no caer en la cuenta de que estás dándole a la lengua, y otra muy distinta, al parecer, que sea la propia lengua la que funcione de forma autónoma. Si en el primer caso te pueden llamar la atención, en el segundo representas ya un peligro difuso. Las ciudades, sin embargo, se van sembrando de sujetos que berrean fuera de contexto, auténticos barítonos de las calles, gentes que, sin una justificación aparente, lo mismo gritan a las señales de tráfico que a los peatones, y en cuya mirada aún somos capaces de distinguir la pérdida de una mente.
Puedes ir al fútbol y poner al árbitro a caer de un burro creyendo, con pasmosa ingenuidad, que ese señor de negro que corretea por el campo te estará oyendo, pero en el mejor de los casos tan sólo escuchará un mugido de fondo, un caos inaguantable donde resulta imposible distinguir un insulto de otro. Parece chocante, pero lo que es asumible dentro de un contexto nos parece cómico al despojarlo de una razón. ¿Tan nítida es la línea que separa ambos campos?
Según se van extendiendo por los cerebros, tanto los amigos como los enemigos invisibles, la sociedad acepta como locura ciertos hábitos y se desentiende del resto. Será la crisis, no sé, porque la oración, que es otra manera de hablar al vacío sin obtener respuesta, origina fabulosas letanías a diario y en todos los continentes, pero en raras situaciones nos cuestionamos la cordura de los que se someten a tales prácticas.
Tan acostumbrados estamos a que el registro adquiera dimensiones absurdas, que al entrar en contacto con la tecnología atribuimos a ésta una capacidad de contestación inteligente. Es normal, de hecho, contemplar a las personas no ya hablando por teléfono sino intentando comunicarse con el objeto que, en teoría, debería facilitar la charla con sus congéneres. Tres cuartos de lo mismo ocurre con las computadoras o los automóviles, así que no es raro asistir a estas inútiles conversaciones en cualquier parte del globo. Esta tendencia animista, lo mismo da que sea de rechazo o de cariño, se produce con el más vulgar de los electrodomésticos, y aunque pone los pelos de punta imaginar las emociones que podrían desencadenarse si en un futuro llegásemos a tratar con robots y hasta con humanoides, es tan común entre nosotros este desatino que ya no causaría el más mínimo estupor. Al contrario, es una tendencia mercantil que a no mucho tardar irá generando pingües beneficios. Lo que nos da miedo es asumir que en cualquier instante se nos puedan fundir los plomos y que sin comerlo ni beberlo venga alguien y nos diga, ¿qué haces? ¿Con quién estás hablando? |