Según el último estudio de mercado, casi el 60% de las empresas españolas pagan a sus proveedores con más de veinte días de retraso. De hecho, durante el primer trimestre del año se aumentó la demora en una jornada. Hay sectores, como la administración pública, la construcción y las inmobiliarias, que tardan casi cuarenta días en pagar sus deudas ordinarias. La media europea, sin embargo, está en trece días, más o menos lo que tarda una empresa de trabajo temporal en abonar los sueldos a sus trabajadores subcontratados, que perciben su salario el día quince. Ahora que se habla de productividad y competitividad, incluso de «crear valor», como si fuera un sello que pudiese estamparse en los productos, conviene saber que muchas de estas maniobras no buscan otra cosa que abaratar las remuneraciones y reducir drásticamente sus plantillas.
Los gurús del sistema se cuecen los sesos para ofertar nuevas directrices a las grandes corporaciones, esas líneas de funcionamiento que permiten a los ejecutivos doblar la pasta que cobran mientras motivan a sus comerciales y vendedores con pequeños pellizcos del pastel. A una de estas fórmulas, cuyo éxito es equivoco pero que enraíza en la Prensa, la denominan «colaboraciones». La «modernidad fluida», el llamado «capitalismo líquido», del que ya escribí en otro artículo anterior, encuentra entre los jóvenes sin experiencia laboral una mano de obra deseosa de entrar en el carrusel económico. También entre los mayores de cincuenta, gentes con un vasto currículo pero que han perdido el empleo, se ofrecen a las corporaciones para «echar una mano en lo que sea menester». ¿Qué se puede hacer con tanta población dispuesta? Pues simplemente ponerlos a funcionar: ahí tiene usted una mesa y móntese la vida. O mejor aún: tráigase la mesa y usted mismo con su mecanismo. La demanda es tan potente que algunas multinacionales «ofrecen puestos» cuyo trabajo supone currar por el morro. Sin dinero de por medio, sin contrato ni cobertura, batallones de desempleados desempeñan en la actualidad todo tipo de labores para las empresas más poderosas de la Tierra con la única esperanza de que, si se lo montan bien y sudan de lo lindo, igual firman los papeles y entran en nómina. El no se lo llevan en el 99,8 % de las ocasiones, pero ese porcentaje del 0,2% —inasequible al desaliento— tira del carro de la esperanza de una manera tan subyugante que comienza a preocupar incluso a los empresarios americanos.
Los trabajadores invisibles no son tontos del todo y en su ingenuidad intentan dejar constancia de sus actividades en cada faena que realizan, poniendo en entredicho al resto de la plantilla y sentando precedentes. Comprenden que la crisis es muy dura, que no hay dinero y que, en definitiva, la vida está muy chunga. Son conscientes de que no hay un trabajo remunerado sobre la mesa de cámping que se han traído de casa pero que, con el paso del tiempo, tal vez lo haya, así que toman posiciones y juegan a la política de los hechos consumados.
La diferencia entre trabajo y ocupación, la misma mentira que promueve cualquier gobierno en sus estadísticas para enmascarar la larga lista de desempleados, es el coladero que utilizan los invisibles para exigir que una parte de los beneficios de la empresa donde curran gratis terminen costeando dicha ocupación. Ya lo hicieron de algún modo los blogueros del periodico Huffington Post, que escribían de manera desinteresada, por el simple placer de colaborar. Una vez que los dueños vendieron su cabecera digital por una millonada, no tardaron mucho en reclamar judicialmente ciertas compensaciones económicas. Algunos lograron sacar casi seis mil euros de indemnización por sus colaboraciones. Tardaron un lustro en cobrar su trabajo, de modo que no sólo es cuestión de esperar sino de aguantar un tirón que dura años. No es raro que los invisibles colaboradores mantengan ocupaciones en varias empresas de manera simultánea, como si apostaran a distintos caballos en una competición hípica, circunstancia que a las multinacionales no les hace ninguna gracia. Se plantean si esa mano de obra tan esclava como silenciosa, no les terminará causando problemas en un futuro.
Está bien aprovecharse de la penuria ajena, que los más desfavorecidos se sientan útiles e incluso estimulen su imaginación a fuerza de currar sin dinero y sin horarios. La escasez alumbra brillantes ideas y algunas, las que generan valor en ciertos productos corporativos, pueden aprovecharse. La mentalidad americana, tan propicia al apretón de manos y a la confianza recíproca, anima a los emprendedores con el clásico «puede usted intentarlo y si me interesa ya hablaremos». Aunque la propiedad intelectual resulta en estos casos insostenible para la mayoría de los candidatos, aquellos que conocen muy bien el terreno que pisan podrán en un futuro exigir compensaciones o acceder a la maquinaria, el resto se limita a engordar el currículo y adquirir en mayor o menor grado conocimientos sobre la compañía.
Tan extraña variante del régimen de esclavitud, donde el peón ni siquiera cobra en especie ni desayuna o duerme a costa de la empresa, como ocurre en Japón, sin embargo empieza a producir algunos quebraderos de cabeza entre los cuadros directivos. Por ejemplo, los jefes se ven obligados a crear empleos de control para evitar el espionaje industrial de sus plantillas invisibles. Refuerzan la seguridad sobre tan curioso formato de «empleo» y generan gastos que habrán de compensar en el balance, llegando a la triste conclusión de que tal vez lo barato, incluso lo gratuito, no es el chollo que imaginaban. Haciendo gala de tener la sangre de horchata, algunos ejecutivos de recursos humanos que trabajan para las grandes corporaciones se lamentan en su prensa gremial —al estilo del Wall Street Journal o del Cinco Días— de que la caridad pueda ocasionar impresionantes trastornos en un negocio, como desconocer que tienen a varios hackers en su plantilla invisible jodiéndoles la marrana. |
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