Parece ser que a las gentes de la organización «Hazte Oír» (como si no los escucháramos bastante cuando le dan al bombo) están que se salen. No les hace mucha gracia que, el próximo jueves 21 de abril, cuya fecha consideran santa, unos blasfemos organicen en Madrid lo que califican de «procesión atea». De hecho se han puesto como locos a recoger firmas para que la delegación del gobierno y el ayuntamiento de la ciudad impidan el acto. Este tipo de sociedades, marcadas por la intransigencia y carentes del más mínimo sentido del humor, afirman relacionarse entre sí y con otras catervas de similares características, mediante la fórmula del activismo. Entienden por lo tanto que la manada católica es una minoría social, arrinconada y vilipendiada, a la que no le queda otro remedio que la acción directa. Sin embargo, a la hora de defender su causa en las más altas instituciones del Estado, no dudan en asumir lo que realmente son: el somatén de una entidad mayoritaria que aplasta sin contemplaciones la más mínima discrepancia.
Los socios de «Hazte Oír», que si no fueran tan intolerantes se ganarían la vida como el hazmereír de Europa, utilizan de manera torticera la Constitución para impedir la disidencia. No aguantan, y mucho menos en lo que denominan «semana santa», que la gente haga chanza y ponga en solfa sus principios en pleno centro de la capital del reino. Tan escuálida es su fe y tan vulnerables sus creencias que no digieren su público cuestionamiento. En estas jornadas, sin embargo, casi todas las villas peninsulares, quieran o no, tienen que soportar sus mitos y sus leyendas. Incluso antes, durante meses, aguantamos con bendita paciencia la murga de todos sus entrenamientos. El espectáculo final, desgraciadamente, refleja poca variedad y cambios escasos en la trama pero promueve que las ciudades sean tomadas siempre por las mismas huestes de encapuchados, cuyos jefes dedican su tiempo a pasear a hombros figuras patéticas, las cuales ensartan con saña en cruces para desfilar después con ellas por las calles más céntricas en una tralla ensordecedora de tambores y trompetas.
La autoridad pertinente no sólo permite la asistencia de menores sino que admite incluso su participación, como si pudiera extraerse de estas actividades algun tipo de enseñanza. Es más, el tráfico se paraliza hasta el extremo de que no está bien visto siquiera entre los participantes que los peatones pretendan cambiar de acera. Lo que califican de «el paso» exige un respeto tal que no debe ser profanado mediante el peregrino propósito de cruzar la calzada. No me extraña que la población que pueda costearse el lujo de escapar lo haga ya desde hace décadas. Incluso durante los años del franquismo las ciudades se fueron vaciando en estas fechas dejándolas completamente en manos de los cofrades, algunos de los cuales todavía gozan de prerrogativas similares a las que maneja un rabino en Israel o un mulá en Palestina, prebostes que lo mismo levantan cadáveres que conceden a presos la libertad.
Los gobernantes de las sociedades que dicen ser avanzadas toleran esta mentalidad amparándose en conservar ciertas tradiciones. No tendrían en cambio que rubricarlas cuando sus seguidores impidan la libertad ajena y amenacen encima con subirse a la parra. La crítica es tan sana como conveniente y la tolerancia no ha de ser un ejercicio unidireccional, de uso exclusivo para los acostumbrados a callarse, sino también para los arrogantes. La prepotencia de los católicos sólo conduce a su descrédito y riéndoles las gracias no hemos conseguido otra cosa que llenar de capillas y cruces no sólo los hospitales sino también las escuelas y hasta los cuarteles, de modo que harían bien en aguantar algo a los demás sin necesidad de hacerse los ofendidos. Nadie les debe nada, al contrario, aunque sea por las múltiples supersticiones y taras psicológicas que venimos arrastrando durante generaciones son ellos los que adeudan a la sociedad un mínimo de civismo. El precio de aguantar «procesiones ateas» sabe a nada pero igual les ayuda a conocer en un futuro lo que es la humildad, se cultivan un poco y de paso aprenden un día a comportarse. Es lo mínimo que se espera de ellos al convivir en un estado aparentemente laico y aparentemente democrático. Va siendo hora de que se vacunen contra las bufonadas y los esperpentos. Va siendo hora de que aprendan a reírse de ellos mismos. Lo contrario, a estas alturas, refleja tal despotismo que resulta inaceptable. |
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