Los aluniceros
martes 4 de noviembre de 2008
© Sergio Plou
Artículos 2008

    Mientras mi lavadora terminaba de centrifugar escuché a duras penas que habían echado el guante a una pandilla de aluniceros. Y me sonó mal. Los únicos aluniceros que conocía, aunque fuese de oídas, eran astronautas y en el caso de formar parte de una banda lo más probable es que fuera de jazz. Se ha dicho siempre con guasa que la llegada de los americanos a la Luna era un largometraje, pero en aquella época yo tendría la edad de un pedugo y no se habían descubierto todavía las paranoias ni las leyendas urbanas. Me pareció raro que en la última berrea de la campaña electoral algún candidato yanqui hubiera sacado a colación los entresijos de la NASA, de modo que subí el volumen de la radio para afianzar mis entendederas. No hice uso del mando a distancia pero tampoco me dormí en los laureles. En ese preciso instante, sin embargo, la tertulia iba ya tan desbocada que lo mismo despiojaban a la reina que linchaban a los banqueros, así que cualquier asunto era creíble por el simple hecho de discutirlo con vehemencia. O sea, como si les estuviesen mentando a la madre. Los invitados dedicaban sus cuerdas vocales a esta faena para ganarse el jornal pero en medio del barullo que iban generando no se les entendía un huevo. Como los huevos no hablan, por mucho hambre que tengas, deduje que había sufrido una alucinación auditiva. Mientras intentaba salir del error, la lavadora concluyó el programa corto y como tiene por costumbre evacuó toda la espuma, los restos del detergente y un par de caramelos de regaliz por la tubería hasta depositar el engrudo en plena calle. A este suceso lo denomino ecología irregular.
    Un energúmeno intentaba en ese momento hacerse con unas cuantas monedas mediante el clásico procedimiento de golpear el auricular contra la cabina telefónica. Al sentir una tromba de agua jabonosa regándole los tobillos soltó una imprecación tan contundente que superó en decibelios a la tertulia de la emisora, suceso que me animó a bajar el volumen de mi receptor. Pensé en sacar la cabeza por uno de los ventanucos de mi domicilio pero un estruendo que llegó del exterior me desanimó por completo. El sujeto en cuestión habría arrancado de cuajo el auricular y la estaba emprendiendo contra las lunas de la cabina telefónica. El estallido de cristales que sobrevino a los guantazos y el improperio divino con el que concluyó su hazaña, así lo demuestran. Un rato más tarde, cuando dispuse la ropa en el tendedero y las aguas volvieron a su cauce, salí de mi madriguera con la excusa de comprar unas naranjas. Para entonces, el inmaduro causante de aquel destrozo se había ido con viento fresco. Nunca lo hubiese calificado como integrante de una pandilla de aluniceros. Es más, tiendo a creer que sufrió un derrame mientras hablaba por teléfono. De hecho, entre los cristales que yacían por el suelo, encontré un par de caramelos, de la misma marca y sabor que habitualmente consumo, supuse pues que los olvidaría en los pantalones antes de hacer la colada. Me apresté a recogerlos con disimulo, no fuese la policía judicial a investigar el vandalismo, encontrase mis huellas dactilares en los envoltorios y me atribuyera los desperfectos. Hombre precavido vale por dos.
    A la vuelta de la esquina, cerca de la papelera donde los arrojé, pude comprobar que en el escaparate de la joyería del barrio lucía un fabuloso círculo esmeril de tres palmos de longitud. Los vecinos éramos conscientes de que el causante de aquel destrozo —el tercero en lo que va de temporada— no era otro que el exmarido de la propietaria. Ahora la toma con las lunas del negocio igual que hará un par de años se cebó contra el monovolumen de su exmujer. Me pregunté si este personaje pertenecería también a la cuadrilla de aluniceros que asolaba la península, pero no supe responderme. Para encontrar un fenómeno atribuible a estos facinerosos anduve hasta la peletería, en el centro mismo de la ciudad, donde un par de soberbios postes de acero se hundían entre las baldosas. Los peleteros habían clavado allí los mojones para evitar que las naves espaciales se empotrasen contra la cristalera. Tenían noticia de que los astronautas, aprovechando el roto en la tienda, se introducían en el local vaciando sus existencias.

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