Joe, Jack, William y Averell, de menor a mayor en su estatura y de más a menos respecto a la edad, constituyen la imagen escalonada de la maldad idiota en los tebeos de Maurice de Bévère. Maurice, internacionalmente conocido por el apodo artístico de Morris, es el famoso dibujante belga que creó a Lucky Luke, el sheriff que disparaba más rápido que su propia sombra, y a un chucho medio lelo, Rataplán, que de cuando en cuando se encontraba con los Dalton, casi siempre después de que se fugaran de una penitenciaría. Morris murió en 2001 —a los 77 tacos y tras haber sido operado de una rotura de fémur— debido a una caída tonta pero fatal. El dibujante se inspiró en los auténticos hermanos Dalton, una cuadrilla de forajidos de finales del siglo XIX y parientes de otra famosa pandilla —los Younger—, infatigables colaboradores del mítico Jesse James.
Los verdaderos Dalton fueron quince, pero no todos se dedicaron al noble arte del robo a mano armada. Uno de ellos, incluso, fue ayudante de alguacil y se llamaba Frank. Cuando Frank tenía que reclutar una partida de ciudadanos para perseguir algún delincuente, enseguida se ponía en contacto con sus hermanos, que le respondían con facilidad. Gracias a la colaboración en este tipo de somatenes, los hermanos le fueron cogiendo el gusto a los revólveres y se vieron envueltos en numerosas refriegas. El lejano Oeste americano era entonces el polvorín de las sanas virtudes de Bonanza, Cimarrón y La casa de la Pradera, por citar sólo algunas series televisivas que expresaron la eterna y maquiavélica pugna entre el bien y el mal de los escopeteros.
Linchamientos y racismos aparte, fue en ese cocido donde los auténticos Dalton vieron nacer los ejércitos populares de la vieja Oklahoma, gentes que por millares recorrían los condados sin otro quehacer que perseguir a los ladrones que estaban en busca y captura. Era tal la pobreza y el caos que reinaba en los estados yanquis que se convirtieron en mercenarios y cazarrecompensas. Bastaba con dominar un arma de fuego para ejercer como pistolero en un rancho y resulta instructivo conocer los entresijos de dicha época para entender lo que ocurre hoy. Desde la asociación del rifle a las corporaciones que fabrican armamento —y que actúan como lobbies de presión en los gobiernos—, pasando por la mentalidad que impregna los denominados ejércitos privados de seguridad e incluso los ejércitos de titularidad pública, que suelen engrosar las filas de la OTAN, tienen su raíz y orígen en aquellas singulares partidas de reclutamiento popular que se orquestaban en cualquier pueblucho del lejano Oeste americano.
Como las placas de sheriff, igual que cualquier uniforme, se conceden con una simpleza que hiere el sentido común, allá por el siglo XIX a uno le regalaban la estrella con tal de que demostrara un poco de entusiasmo. El ayudante de alguacil, Frank Dalton, recibió un tiro en una refiega de balas y nunca se supo si se lo metió en realidad un fulano de otra partida, algún sospechoso o quizá un miembro de la banda perseguida. A la semana siguiente se organizó una nueva batida donde se produjo un tiroteo entre alguaciles y la escalada resultó imparable. Los Dalton, para vengar en un principio la muerte de su hermano Frank, montaron su propia cuadrilla y camparon después a sus anchas por toda la zona. La frontera entre la ley y la codicia es tan absurda que se pueden recaudar impuestos y perseguir delincuentes con una pistola al cinto sin saber para quién trabajas y si el sueldo de veras compensa los riesgos. La diferencia entre los Dalton y los mercenarios de cualquier guerra actual es una cuestión de tecnología. No es lo mismo un revólver que un AK 47, pero la mentalidad es la misma. |