Mentar la Expo en Zaragoza se está convirtiendo en algo así como cagarse en la madre de alguien, poner en duda la virginidad de la dama del Pilar o que no te gusten las jotas. Criticar la Expo te coloca en el ámbito de los incrédulos más radicales, los ecologistas melenudos o los kaleborrokas. Enseguida entramos en descalificaciones personales, el diálogo es de sordos y la conversación se deshace en cenizas. Sencillamente no se puede estar en contra de la Expo, de la misma manera que es imposible aquí no ser socio del Zaragoza balompié o tópicos semejantes. Los que están a favor, una mayoría aplastante, aluden a que por fin la ciudad ha entrado en la órbita planetaria de las grandes ciudades, que millones de visitantes acuden al magno evento de Ranillas y que la arquitectura coloca nuevos edificios sobre el plano. Zaragoza se expande a orillas del río, gana nuevos espacios para espectáculos y congresos, una playa fluvial y un nuevo parque en el meandro, además de esas infraestructuras propias de una metrópoli europea, con sus estaciones de cercanías, sus telecabinas y sus nuevos proyectos, entre los que se incluyen un tranvía en un futuro próximo. Nadie duda que todas estas maravillas están ahí para mayor gloria de la Expo. No son gratis, las hemos costeado entre todos y por lo tanto son susceptibles de la debida crítica. Cuestan millones de euros y no estoy postulándome como gestor al hablar de dinero. Parece últimamente que cualquier crítica sólo evidencia que el detractor lo habría hecho mejor, que es un forastero o que habla por boca de ganso. Se supone que vivimos en un sistema que garantiza la discrepancia y es propio de analistas, periodistas y escritores poner en solfa lo que observan para que se rectifique o minimice el impacto de cualquier intervención pública. Cualquier ciudadano es libre de manifestar su opinión. La publicidad institucional, los cronistas oficiales, los pagados para que ensalcen cualquier entuerto, no tienen ningún problema en deleitarnos con su rica prosa favorable siempre a quien le da de comer. Tampoco me considero un aguafiestas, al contrario, soy de los más asiduos y pacientes visitadores de la Expo y la juzgo por lo que ofrece, no por lo que me gustaría a mí encontrar en el recinto. Establezco pues cierta normativa a la hora de ejercer la crítica, la misma que la propia organización asegura como lema de funcionamiento: agua y desarrollo sostenible. Todos los pabellones hablan del agua, pero muy pocos del desarrollo sostenible. Ni siquiera la Expo, como empresa, ejerce su eslogan. El impúdico dragado del río a plena luz del día y frente a Ranillas tendría que ser una vergüenza pública, pero como a nadie le importa un rábano he de constatar que a mí ha terminado por ocurrirme lo mismo. Asistir al espectáculo del Iceberg, cuando justo en su base se está cometiendo una tropelía en el cauce, debe de ser un mal menor. El viejo dicho de que el fin justifica los medios también vale para una exposición internacional, y si no levanta ninguna alarma social será que no existe. Que en la Expo se propicie el consumismo mondo y lirondo, que se generen toneladas de basura que van a parar directamente al vertedero, tampoco resulta preocupante. Que la masificación y el agobio sean habituales comienza a ser un motivo de regocijo entre los jefes, de modo que cada día que paso en Expolandia me resultan más enternecedoras las filas kilométricas. Yo no voy a la Expo para ver qué planes se montan los países para resolver los conflictos del agua, el desarrollo o la sostenibilidad, sino con un propósito turístico de futuro. Visito los pabellones habiendo rebajado previamente mis expectativas y si tengo la fortuna de encontrarme alguno que responde a los requerimientos iniciales de la propia organización del evento caigo en el asombro. No evalúo los contenidos sino la decoración, la imaginación de los proyectistas o el interés que me despierta tal o cual territorio para desplazarme algún día, quién sabe cuándo, a visitarlo turísticamente. He pasado de todo lo demás. A tenor de los resultados, creo que ha sido un error grave enfocar ecológicamente el asunto del agua. La Expo tendría que haber sido un encuentro turístico a propósito del agua y toda esta hipocresía no sería necesaria porque encajaría como un guante. |