Aquella época, cuando los escritores más jóvenes jugaban a ser periodistas de investigación y enchufaban una grabadora dejándola perdida en cualquier esquina, sólo nos sirvió para descubrir las chanzas y aventuras de una generación embotellada. La escritura automática de los 80 fue en realidad una maniobra teledirigida. Vilipendiando las costumbres de los muchachos de entonces se evitaba ofrecer el rostro de su parentela, reducido casi siempre al mero papel de un consentidor. En lugar de trascribir charlas con meollo, los escritores de hace dos décadas nos regalaron muy sabrosas psicofonías, similares a las que nos ofrece «Callejeros» cuando se emite por la tele, sólo que bajo una estructura novelada. La conclusión que se extrajo de tan rancia mentalidad es resumible en que la peña está loca y que en casa se está como en ninguna parte.
La crónica del pasado hizo que nuestros abuelos se tiraran de las canas, que los progenitores atasen en corto a su prole y que la hipocresía social continuara creciendo bajo los mitos de siempre: dios y el banco. Nadie puso una grabadora en las iglesias ni en las entidades financieras, tal vez nos habrían ayudado a comprender la causa por la que se agarraba la juventud a la litrona, pero era más fácil colgarla en un bar, como si fuera un walki en la cuna de un bebé. No tardaron en aparecer Gran Hermano, Operación Triunfo y hasta Chiquito de la Calzada. Entre tanto, los huesos de santo, las tetas de santa Águeda y los huevos de Pascua eran contemporáneos de la hipoteca, los fondos de pensiones y la tarjeta de crédito. Mientras los nenes se metían polvo de ladrillo por la nariz, sus papis enladrillaban ciudades enteras, inventándoselas incluso, para labrarnos un porvenir sobre el asfalto.
Ahora que ha llegado el porvenir en forma de granizo, lamentan los bienpensantes no haberlo previsto y nos cuentan encima que no entienden nada. Los responsables, los que están al mando, las figuras más visibles de la autoridad se presentan ante nuestros ojos con las manos vacías. Afirman que han hecho todo lo que han podido y sueltan después sin rubor que allá te las compongas. Será que hemos estado viviendo en un mundo de escritura automática. Alguien dictaría los diálogos y las acciones de los personajes y no hemos hecho otra cosa que seguir el guión como buenos chicos, porque curiosamente no hay culpables. ¿Son los designios divinos?
Vivíamos en una burbuja y no queríamos darnos cuenta, ¿eso es todo? Algo así les ocurrió a los japoneses durante la segunda guerra mundial. Tras la bomba de Hiroshima, apareció la voz de su emperador en la radio, les dijo que no era dios y que para colmo de males se rendían a los yanquis. El chasco fue tan mayúsculo que muchos se hicieron el harakiri. Pues en Islandia —mi país fetiche— están a un tris de que les ocurra lo mismo, sólo que sin bombas ni trincheras. La nación entera se les va por el desagüe. Estoy hablando de uno de los estados más potentes del planeta, el tercero más rico del mundo cuyos súbditos alcanzaron tales cotas de codicia que tenían sus cuentas en divisas. Asesinaron sus billetes sin comerlo ni beberlo, los depreciaron un 100%, y como los pagos continuaron siendo en coronas —la moneda de la isla— enseguida rozaron el doble de su precio. Ahora no pueden hacer frente a los recibos del coche ni de las hipotecas, porque sus sueldos no valen ni la mitad, por eso cierran las empresas y se quedan como bobos mirándose unos a otros buscando al culpable de su insensatez. Se lamentan incluso de que la juventud más preparada, la que domina varios idiomas y tiene varios máster en universidades extranjeras, se vea obligada a emigrar para siempre. ¿Acaso esperaban un final feliz?
Sabiendo que semejante desarrollo no era sostenible, y en lugar de buscar nuevas opciones, ¿por qué siguieron creyendo que la fe mueve montañas y que la inercia de los negocios haría el resto? ¿Porque es más cómodo? Aunque vayan saliendo a la luz las triquiñuelas y el lujo derrochador de una desgraciada y fenomenal cuadrilla de mangantes, lo simpático es que no surta ningún efecto. Nada cambia. Al revés, nos cuentan que no existe un plan B para el capitalismo. Que es una cuestión de fe, que dios escribe con renglones torcidos y que en un par de años todos calvos. Hasta los viejos marxistas se levantan de sus tumbas políticas para decir que su pronóstico era certero y que la nacionalización de los bancos nos pondrá un día al nivel de Venezuela. Se niegan a reconocer que en un futuro las multinacionales no tendrán que irse a China. Conseguir mano de obra barata será más fácil que nunca y un puñado de listos se habrán cubierto el riñón de una forma tan exagerada que el clásico refrán —a río revuelto ganancia de pescadores— será un tópico más de la decadencia. Pero como todo lleva su tiempo habrá que cruzarse de brazos, sólo es cuestión de esperar. |